EL PLACER DE LAS PALABRAS.
En un lugar de mi biblioteca (qué diría Cervantes) Savater afirma que desde el neolítico, y yo creo que en esto se queda corto, los seres humanos se dividen en dos y solamente en dos clases. Las cuales son, si Platón no nos engaña, los que creen que las palabras son el universo entero, la vida misma y los que creen que las palabras son meramente la sombra de la realidad, un reflejo de la existencia; de tal suerte que los últimos hablan su vida y los primeros viven su habla.
Pues bien, yo pertenezco a la tribu de la palabra, parafraseando a Sartre, estoy condenado irreductible e irremediablemente a la palabra como única posibilidad de existencia. He de aclarar, y esto para beneficio de mis detractores que en mi caso el lenguaje no es ninguna vocación y mucho menos una opción deliberada es mas bien una suerte de destino, lo cual, de hecho, me exime de cualquier mérito y por supuesto de alguna responsabilidad.
Que el devenir me haya hecho verbal se lo debo quizá a un momento entre los seis y los siete años de edad. Temporada en la que algunos seres de nuestra especie nos volvemos obsesivamente preguntones. Por esta razón y para evitarse la molestia de dejar de lado la preparación de clase, dedicándose a responder las inquietudes de su hijo, mi madre me regaló una serie de libros que de manera muy apropiada, para mi caso, se llamaban, “Preguntas y respuestas”. No puedo dejar de aclarar que seis de los doce tomos que componían la serie aún los conservo en los estantes de mi biblioteca.
Lo cierto es que yo me fascine con los tales libros. No obstante, después de algunos pocos días hice a un lado los libros de botánica, física, meteorología etc. (Que entonces no llevaban esos títulos pero que hoy se que tocaban estos temas) para dedicarme a la constante relectura de dos de ellos: “El libro de los pueblos y El libro de los exploradores”. Así comencé a imaginarme a Marco Polo en la corte de Kublai Kan, a creer que era parte de la expedición de Eric el rojo que descubrió Groenlandia y a entablar ficticias conversaciones con gente de los más lejanos y exóticos pueblos; de esta manera fue como “el rayo fulminante de la palabra me derribó de una vez por todas del caballo de la realidad”.
Para no faltar a la verdad he de admitir que ningún roce, murmullo o caricia me han hecho gozar con tanta intensidad como la palabra. Un verso bellamente hecho, una frase afortunada, una etimología, una nueva palabra producen en mi verdaderos retortijones sensuales. Es cierto que algunas personas miden su fortuna en yates, casa con cuatro piscinas, carros último modelo, fiestas en Ibiza o el precario cheque que reciben a fin de mes, pero de que sirve ser dueño y señor del mundo entero si cuando uno abre la boca lo único que uno puede citar son la revista semana y el horóscopo.
Cuanta razón tenía Aristóteles cuando afirmó allá en el trescientos antes de Cristo que “lo más grande con mucho de todo es ser dueño de la metáfora; es lo único que nadie puede aprender de los otros”, cuanta razón Baudelaire en sus “correspondencias”. Cuanta razón Borges en el momento en que dijo que los libros son una de las opciones de felicidad que tenemos los hombres. Por lo demás lo único cierto es que el lenguaje nos da derecho a ponerlo todo patas arriba.
Terrible que nunca una caricia haya sido más placentera que la palabra escrita
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