miércoles, 11 de septiembre de 2013

LOS INVENTARIOS DEL NAUFRAGIO.

LOS INVENTARIOS DEL NAUFRAGIO.
Por: Cristian Cárdenas Berrío.
“No es poca cosa ser capaz de contemplar las posibilidades de la propia destrucción para poder llevar adelante la controversia con lo desconocido”      George Steiner.

Toda conquista es, al mismo tiempo, el inventario de una gran nostalgia. Tal vez por esta razón los naufragios de las grandes armadas poseen la inminencia poética de algunos atardeceres. Para algunos autores el proyecto de la modernidad ha naufragado, para otros está en su atardecer y para algunos, como Chesterton, la diferencia entre el mundo antiguo y la modernidad, radica en que en la antigüedad se peleaba contra dragones y en la modernidad contra microbios.
Pero si aspiramos a comprender, de alguna manera, las arquitecturas de nuestro naufragio es necesario que ubiquemos conceptualmente la idea de modernidad. “La idea de ‘moderno’ se afianza, como es sabido, en la polémica francesa entre los ‘anciens’ y los ‘modernes’, a finales del siglo XVII” (Melo, 1998: P. 225) y parece que esta polémica fue uno de los motores del mito del progreso, tan caro a la modernidad.
A pesar de que la anterior afirmación del profesor Orlando Melo es del todo cierta, ya que es en la dialéctica que existe entre lo antiguo-conservador y lo moderno-liberal en donde se afianza el proyecto modernizador, es necesario que retrocedamos algo más en nuestra historia occidental para encontrar el germen de la modernidad. Como sabemos, el renacimiento constituye una ruptura con respecto a la cosmovisión feudal-medieval durante la cual primaba una perspectiva teocéntrica del mundo, así como una orientación comunitaria de todas las relaciones humanas. Esto hacía que se viviera en un estado de encantamiento; consistente, por un lado, en la preeminencia de una explicación supra-humana para dotar de sentido todo lo que rodeaba al sujeto medieval y por otro lado, la noción de comunidad, propia de un discurso eclesial que aspira a ser católico en el sentido etimológico de la expresión, que no permitía el ejercicio de razones subjetivas individuales que amenazaran tal concepto de común-unidad.
Como decíamos, el renacimiento va a romper con esta dinámica imponiendo frente al teocentrismo, el antropocentrismo y frente a la noción de comunidad, la de sociedad; esto hace que aparezca en escena un nuevo sujeto, el burgués, que se encuentra mediado por una racionalidad subjetiva y monetaria. Por lo tanto, las antiguas ideas de nobleza de sangre, de bien común y si se quiere, hasta del concepto de docta ignorancia que había acuñado la iglesia católica, comienzan a hacer aguas en favor de una nueva clase social, a la cual no le preocupan, ni le ocupan, las formas conservadoras de habitar el mundo. “El empresario burgués- nos dirá Von Martin- a diferencia del noble, pero también del labriego y del menestral de carácter medieval, es calculador, piensa racional y no tradicionalmente” (Von Martin, 1968: P. 23) Emerge entonces un nuevo individuo cuya profesión, para utilizar la expresión de Weber, es lucrar, y él, se hará responsable del nuevo mundo que está naciendo, haciendo uso de su razón, sobre todo de la mercantil.
Dentro de todos los cambios que se dan dentro de esta nueva dinámica existen dos que requieren de nuestra atención, sobre todo para los fines que este escrito se propone. El primero tiene que ver con la manera de ser, actuar y habitar esta nueva sociedad creada por los burgueses. Al contrario del mundo tradicional medieval, “El mundo burgués, visto en la perspectiva de la polis, con su simple realismo calculador, es un mundo ‘desencantado’, en cuyo mecanismo la mentalidad liberal del individuo trata de intervenir lo más metódicamente posible, cada vez más desvinculado de su pasado y cada vez más consciente de sus propias fuerzas.” (IBID: P. 14) Lo que aquí nos interesa sobremanera es la palabra, desencantado, usada por el sociólogo alemán para referirse al mundo burgués. Como se había planteado, el Medioevo era por definición un tiempo encantado, en la medida en que el ser humano encontraba explicación y consuelo en la idea de la divinidad, cuya huella encontraba en la totalidad de la creación. Pues bien, el individuo de la modernidad es un hombre desencantado, que sólo posee su razón y voluntad para enfrentarse al mundo y a sus imágenes, sin dioses; como plantea Marcel Gauchet en “El desencantamiento del mundo”: “Desde ahora, estamos condenados a vivir desnudos y en la angustia, situación de la que, en mayor o menor medida, habíamos sido preservados desde el comienzo de la aventura humana por la gracia de los dioses” (Citado por Dufour, 2007: P. 11)
El segundo tiene que ver con la aparición del individuo tal cual lo concebimos, hasta el siglo pasado. La noción de comunidad, mencionada arriba, imponía una dinámica en las relaciones humanas de la edad media que hacía que el deseo de estar sólo se viera como un signo de promiscuidad, demencia o posesión demoniaca. Esta visión del sujeto[1] medieval procede de la concepción católica de la Koiné griega, originaria del cristianismo primitivo, en el cual, se concebía a la comunidad de los fieles como una suerte de útero tibio donde todos velaban por todos y conocían todo de todos, es decir, que en estas comunidades cristianas no existía el concepto de intimidad o vida privada, propio de la modernidad. Dicha concepción, con un poco de más elaboración, imperaba aún en el siglo XII.
A pesar del panorama anterior, durante los siglos XI – XIII se comienza a gestar al interior de la sociedad europea un anhelo de individualidad, el historiador francés George Duby nos hablará de manera lúcida sobre la emergencia del individuo en estos siglos, proponiéndonos como puntos de fuga las figuras del anacoreta y el caballero andante, modelos, ambos, del proceso de individuación que se estaba desarrollando, toda vez que el anacoreta en su retiro místico en el bosque o el desierto y el caballero en su empeño de alcanzar renombre personal por medio de su solitario camino de aventuras, constituyen un primer atisbo del hombre moderno que se hace así mismo. Este camino de acercamiento del sujeto al individuo lo podemos ver de manera especial en las expresiones literarias. Durante los siglos aquí reseñados, tenemos tres elementos del panorama de las letras bastante llamativos y que nos dan la medida del momento que se vivía en aquella Europa.
En primer lugar tenemos la desaparición paulatina de aquello que Arnold Hauser denominó, “materia épica”, es decir, las narraciones que se transmitían de manera oral por los goliardos, juglares y cantores medievales y que pertenecían a la totalidad de la comunidad. En contraposición a esto vemos cómo algunos poetas comienzan a interesarse por el problema de la autoría. Allí está el Dante firmando su “Vita Nuova”, allí el clérigo Gonzalo de Berceo publicando “Milagros de Nuestra Señora” bajo la rúbrica de su nombre, allí el abuelo de Eleanor de Aquitania, Guillame de Poitiers escribiendo sus poemas de amor y plasmando en el final de tales escritos su firma. Un segundo aspecto es la eclosión del género autobiográfico que se puede rastrear desde Agustín de Hipona, hasta Abelardo y el francés Guibert de Noguet. Finalmente encontramos el auge de la novela hagiográfica y las novelas de caballería como modelos a imitar de las virtudes individuales, de esas dos grandes figuras, el  santo y el caballero.
Esta aparición del concepto de individuo encontrará su máxima expresión en el renacimiento - época en la cual se expide el acta de nacimiento de la modernidad - con los personajes de Shakespeare. En su tragedias sorprendemos al sujeto transformado en individuo y por tanto en interlocutor de sí mismo, obsérvese a Hamlet en la escena once del segundo acto monologando sin quien le escuchen así sea por accidente. Sobre esta característica shakesperiana Harold Blomm nos dirá:
Se nos muestra a Alys y al Bulero oyéndose a sí mismos por casualidad y abandono, respectivamente, el universo del juego y del engaño a causa de haberse oído por casualidad. Astutamente Shakespeare captó la idea, y desde Falstaff en adelante aplicó el efecto de ese escucharse casualmente a uno mismo, a todos sus grandes personajes, y particularmente a su capacidad de cambio. (Bloom, 2005: P. 58)

Los personajes del bardo de Avon se nos mostrarán como modernos en la medida que poseen capacidad de cambio, es decir, de asumir su destino como expresión de su ser individual. Este es precisamente, el segundo aspecto importante, además de la visión desencantada del mundo, la aparición no sólo de un nuevo ser humano burgués cuya clase social asuma como propio el proyecto de la modernidad, sino ante todo y fundamentalmente de la transformación del sujeto en individuo dueño de su destino y por tanto responsable ante sí mismo de sus acciones. Esta situación junto con “la reforma y la contrarreforma cierran… el primer preludio de la época moderna que será continuada por la cultura de la ilustración.” (Op. Cit. Von Martin, 1976: P. 132)

Será en el siglo de las luces cuando el individuo de la modernidad adquiera los contornos, que hasta hace poco según parece, le acompañaban. Por una parte tendremos el impulso de la filosofía Kantiana que va a declarar nuestra mayoría de edad y dará a luz al hombre guiado de manera exclusiva por el faro de su razón. La enciclopedia francesa terminará de curarnos de espantos y gripes metafísicas y el romanticismo alemán con su pasión por realizar el ideal subjetivo del hombre, nos dará en sus obras un espejo en donde mirarnos con plácida inquietud. La época moderna será, al decir de Berman, una época fáustica, toda vez que “El Fausto de Goethe… abre nuevas dimensiones a la moderna conciencia de sí mismo que emerge y que el mito del Fausto siempre ha explorado” (Berman, 1991: P. 29) en cuanto que esta obra es “la primera tragedia del desarrollo”. En adelante nos leeremos en el personaje del Dr. Fausto y tal vez, porque no, en el “Caminante en la niebla” de Caspar David Friedrich.

Pero, en el XIX, llegará quien nos lea. Charles Baudelaire en sus ensayos mostrará cuan contradictoria es la edad moderna, diseccionará al hombre de este siglo y hurgará los intersticios del alma de la modernidad. Mucha razón le asistía a Bandeville al afirmar que “Cuanto más seriamente se ocupa la cultura occidental de la cuestión de la modernidad, más apreciamos la originalidad de Baudelaire y su valor como profeta y pionero” (IBID: P. 130) Este poeta parisino, además de ser el primer cartógrafo de los contornos del individuo fáustico, fijará, proponiéndoselo o no, el programa y devenir de gran parte del arte hasta la vanguardia, con su texto, “El pintor de la vida moderna”.

Llegados a este punto y después de tratar de dilucidar el trayecto modernista, si se nos permite parafrasear la expresión de Gilbert Durand, es decir, aquello que va del sujeto medieval teocéntrico al individuo desencantado racional, es necesario plantear de manera explícita los fundamentos de le edad moderna, así como los “mitos” a los que dieron lugar. Esto es fundamental ya que requerimos identificar de manera clara por dónde comenzar el inventario de nuestro naufragio, ya sea para observar lo irreparable o para recuperar lo necesario.
En el texto arriba citado de Jorge Orlando Melo, este historiador antioqueño propone tres revoluciones o programas sobre los que se funda la modernidad; división que tomaremos en estas líneas. La primera es una revolución económica que como ya se planteó fue impulsada por los burgueses que impusieron una economía de mercado de tipo racional. La segunda es una revolución política que se dio en la medida que la nobleza de sangre como carta de presentación fue reemplazada por virtudes personales en los negocios o en los estudios; esto hizo que la nobleza con su sistema político de monarquías diera paso a las repúblicas liberales y a estados democráticos basados en el derecho. La tercera revolución fue cultural; el programa de la ilustración y la revolución francesa llevó a la laicización de la sociedad, lo cual tuvo como resultado la aparición de un sistema escolar emancipado de la iglesia, la brecha entre alfabetos y analfabetos se fue haciendo cada vez más estrecha y la aparición de la industria cultural de la imprenta democratizó el conocimiento, haciendo que los laicos pudieran acceder al mismo sin tener que pasar por el tamiz teológico. Los anteriores programas dan lugar a los tres grandes mitos que articulan la modernidad; el mito de la razón, lámpara única que rige lo humano, el mito del progreso, ya que al ser guiados por la razón el único camino posible y lógico es el del avance material y moral, y el mito de una historia que sería la encargada de contar las hazañas y el avance del género humano; historia, que como es apenas obvio, era la historia occidental.

Así, con este proyecto en mente, nos hicimos a la mar en las naves del progreso, de la historia y de la razón, en busca de la tierra que nadie nos había prometido, pletóricos de gozo pusimos la esperanza en los nuevos meta-relatos que articulaban nuestra existencia y nos hacían el ofrecimiento de ponernos sanos y salvos en la nueva tierra del futuro. No obstante, a comienzos del siglo pasado vimos, no sin asombro, que nuestras naves empezaban a agrietarse. En principio fue por algún acaso, luego con las guerras mundiales llegaría el acoso y finalmente en la segunda mitad de siglo comprendimos, horrorizados algunos, que probablemente estábamos asistiendo al ocaso de la modernidad.

Las grietas en las naves son de diferente calibre, profundidad y extensión. Nombraremos algunas como ejercicio de caracterización de  nuestra época actual. La primera de ellas y tal vez la fundamental, en la medida que parece que en ella se encuentra la génesis del naufragio, la constituye el hecho de que paulatinamente, durante el principio y sin ningún empacho en los días que corren, todo lo humano parece supeditarse a los intereses del proyecto mercantil del capitalismo burgués. El mismo proyecto ilustrado que propuso como eje de nuestra existencia el conocimiento, que abrió las escuelas a la totalidad de la población, que puso los productos de la cultura al alcance de todos y que quiso que nuestras relaciones sociales se basaran en los conceptos de libertad, igualdad, solidaridad, dignidad, tolerancia… cuando menos lo sospechó se vio dentro del torbellino de la mercadotecnia, cuyo lema es que el cliente siempre tiene la razón. De esta manera hasta los pensadores y escritores de moda se han convertido en una suerte de modelos ilustradas- en las ocasiones que ilustrados son- que saltan de la presentación del libro, al coctel, de allí a la cena, más adelante a la sesión de fotos y finalmente a la tertulia del conventillo literario del lugar donde se encuentran. Tenemos como resultado que el proyecto cultural de la modernidad fue absorbido por el proyecto mercantil de razón utilitarista perteneciente a la misma época.

Una segunda grieta es la causada por el amor de la modernidad hacia la velocidad, ya Berman al comentar el Fausto, en particular su segunda parte, en la que el protagonista sufre la metamorfosis del desarrollismo nos decía: “El párrafo de las seis yeguas- refiriéndose a una cita anterior del libro de Goethe- sugiere que la mercancía más valiosa, desde el punto de vista de Mefisto, es la velocidad. Ante todo la velocidad tiene sus aplicaciones.” (Berman, 1991: P. 41) Ítalo Calvino en sus propuestas para el próximo milenio nos hablaba de la rapidez como marca de nuestra época, y basta sólo con remitirnos al delirio con el que Marinetti habla del automóvil y la locomotora en el manifiesto futurista, para darnos cuenta del romance de esta ultra-modernidad con la rapidez.

Esta filia por la velocidad nos ha transformado en una sociedad en la que las permanencias y los vínculos estables, son vistos con denuedo. En la actualidad nada permanece, todo llega y se diluye de manera inmediata; esta es seguramente la razón por la cual el sociólogo polaco Zygmunt Bauman ha encontrado en la metáfora de lo líquido una radiografía de nuestro tiempo; esta, tal vez sea, de igual manera, la situación que llevó al filósofo alemán Peter Sloterdijk a plantear, la metáfora harto sugestiva, de la espuma, queriendo describir con este tropo, al mundo actual como un agregado de múltiples celdillas, frágiles, desiguales, aisladas y permeables pero sin comunicación efectiva. La imagen de la esfera como imaginario del mundo y de la existencia, que nos ha acompañado en occidente desde los pitagóricos, pasando por el neoplatonismo y que hizo exclamar, en trance de mística lucidez, a pseudo Dioniso el areopagita que la divinidad era una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, dio paso a la fragilidad y a la ausencia de centro, como condiciones sociológicas del mundo actual. Metáforas- la del polaco y la del germano- complementarias, toda vez que la espuma mantiene su estabilidad por liquidez.

La siguiente grieta es más bien una bifurcación de la anterior, en realidad el mascarón de proa se encuentra tan agrietado que posee una topología rizomática, por utilizar una expresión de Deleuze. Esta velocidad de la que venimos hablando y que caracteriza lo actual tiene como una de sus principales consecuencias la sociedad de consumo. Como bien nos lo explica Bauman el consumo por parte de los humanos no es nuevo, lo que es nuevo es que “la política de la vida tiende a ser configurada a imagen y semejanza de los medios y de los objetos de consumo y siguiendo las líneas implícitas en ese síndrome consumista.” (Bauman, 2005: P. 112) Es precisamente el consumo como síndrome lo que es diferente, por esto la vida útil de los objetos es cada vez más corta, experimentamos un mórbido placer en el desechar, nunca como ahora ha sido más cierto aquello de que tempus fugit; la fugacidad es el alma de nuestros objetos y es allí donde la velocidad se encuentra con el consumo, en el hecho de que “el síndrome consumista exalta la rapidez, el exceso y el desperdicio” (IBID: P. 113) Ante el vacío dejado en el ser humano por el resquebrajamiento de los meta-relatos el hombre salió raudo a consumir con desenfreno, en las nuevas catedrales de la actualidad: los centros comerciales.

Otra grieta, y esta seguramente sea la más inquietante, es la crisis del individuo moderno tal cual lo heredamos de Kant y de Freud. El sujeto de la razón crítica del filósofo de Königsberg y el sujeto neurótico del médico austriaco, son unos de los restos más importantes a tener en cuenta en nuestro inventario, toda vez, que al mutar el sujeto humano, hemos de suponer que mute todo aquello que tiene relación con él. Con el hombre moderno ha sucedido lo que con el proyecto cultural de dicha época, fue absorbido por el sujeto mercantil capitalista. Nuestro individuo actual sólo encuentra equilibrio psíquico en el frenesí del consumo, se ha convertido a una fe híper-individualista, su credo es primero yo, segundo yo, tercero yo y si sobra también para mí. En esto, de igual manera encontramos algo diferente; “la gran novedad sería la reducción de las mentes. Cómo si el pleno desarrollo de la razón instrumental, permitido por el capitalismo, se saldara a costa de un déficit de la razón pura.” (Dufour, 2007: P. 16)

El nuevo hombre de la “posmodernidad”, es el sujeto de la desestructuración simbólica como lo plantea Lluís Duch, esta situación ha hecho de nosotros una sociedad terapéutica, cada día que pasa las patologías psíquicas son cada vez más comunes en el grueso de la población, al punto de ser consideradas una pandemia en algunas zonas del globo. La desarticulación de nuestras estructuras simbólicas obedece a un nuevo régimen de intercambio comercial. El neoliberalismo opera constantes ejercicios de vaciamiento de significaciones y resemantizaciones en las matrices culturales con el fin de convertirnos a nosotros mismos en objetos de consumo. De esta manera se ha procedido a la ultra-reificación del humano; “¡comamos al hombre, sabe bien!”, gritaban eufóricos los surrealistas, sin sospechar cuan proféticas serían sus palabras. Hoy en día existen nuevas formas de habitar en el consumo y en la actualidad se la ha dado una nueva jerarquía a los objetos, al punto de definir nuestra existencia por medio de los mismos, por tanto, “lo que se requiere hoy es un sujeto precario, acrítico y psicotizante… un sujeto abierto… a seguir todas las ramificaciones comerciales” (IBID: Pp. 28-29) Tenemos entonces, que si el fausto fue la imagen de hombre moderno; Narciso, lo será del posmoderno, al menos si Gilles Lipovetsky tiene razón.

De esta forma hemos llegado a la última grieta, arribamos al sujeto narcisista posmoderno. Cabría sospechar lo que el lector atento puede pensar en este punto: “- Pero si el narciso de Lipovetsky, más que una grieta es una consecuencia de la crisis del hombre moderno.” Y en ello le asiste razón. No obstante sucede que este sujeto posmoderno también tiene sus bemoles y aquí pretendemos poner el acento en una característica de su perfil que pensamos sí, constituye una grieta en la modernidad. Este sujeto, consumidor omnívoro, que a fuerza de practicar un onanismo psíquico ha perdido la posibilidad de sorprenderse frente a lo humano y cuyo asombro es meramente un espasmo epidérmico frente al objeto nuevo; es una suerte de vacío ambulante, la vacuidad es su sigo y su estrategia, incluso en sus afectos. La “imposibilidad de sentir, vacío emotivo, aquí la desubstancialización ha llegado a su término, explicitando la verdad del proceso narcisista, como estrategia del vacío.” (Lipovetsky, 2000: P.76) Esto lo ha convertido en un ser que sufre de bulimia metafísica y así, como por arte de encanto, el narciso se vuelca a devorar de manera incontrolada cantidades pantagruélicas, por su variedad, de toda suerte de neomisticismos y practicas trascendentales, olvidando su tradición occidental y sin atender siquiera al origen de estas prácticas, la idea es buscar a toda costa su realización personal en el exterior de sí mismo, ya que no es capaz de emprender la ardua tarea de asumir la mayoría de edad kantiana. Esta particularidad del hombre actual constituye, a nuestro juicio, una enorme ruptura con respecto al desencanto de lo sagrado propio del individuo moderno. Habíamos aprendido a vivir sin dioses y ante el fracaso de algunos ideales modernos, que no de todos, el “hombre nuevo” emprende atemorizado una cruzada en busca del grial perdido que, en su afán, piensa encontrar en otras latitudes que no sean las occidentales. El sujeto “psi”, como lo llama el filósofo francés, no constituye tan siquiera un retroceso al cristianismo, al fin y al cabo la religión inventada en occidente, por el contrario huye avergonzado de su herencia a refugiarse en otras manifestaciones rituales. Lo que pretendemos decir, en conclusión, es que uno de los más preciados bienes de consumo, en la actualidad, es la conciencia.

Hemos hecho hasta aquí un breve inventario, de una época que algunos consideran ha naufragado, es un inventario breve, sólo el listado de algunas grietas en las tres naves de la modernidad, otros podrán ampliarlo, modificarlo, rehacerlo; en últimas lo único cierto con respecto de los inventarios, es que su tamaño y profundidad se encuentran en las retinas del almacenista. Existe un comentario de Descartes durante su estancia en Amsterdam en 1631 que podría ser perfectamente una descripción de nuestros tiempos actuales: “En esta gran ciudad en la que estoy, no hay ningún hombre, exceptuándome a mí, que no ejerza la mercancía; cada uno está hasta tal punto atento a su propio provecho que podría estarme aquí toda la vida sin que nadie perciba mi existencia…” (Citado por Dufour, 2007: P. 232) Es imposible no preguntarnos por la reacción del filósofo, al ver, en la actualidad, también  al hombre convertido en mercancía de sí mismo.

Epílogo:
Posiblemente el óleo más famoso del pintor romántico francés Théodore Géricault, sea “La balsa de Medusa”. En él vemos una barca que se mece en medio del fragor del mar, parece construida por sus navegantes de los restos de un gran naufragio, en ella van más o menos una veintena de personas, algunas de ellas ya muertas y todas a la deriva, harapientas, con hambre y seguramente deshidratadas. Si bien el desespero es la nota que prevalece, dos de ellos baten, esperanzados, algunas ropas al horizonte infinito y solitario. Detrás de todo aquel caos hay un hombre que llama poderosamente la atención, está sentado en gesto de pensativa melancolía, no se le nota desesperado, más bien refleja mesura y a pesar de estar absorto en sus cavilaciones, con su brazo izquierdo sostiene con desapego y firmeza, al tiempo, un cadáver; aunque se encuentra en una abstracción resignada, no parece dispuesto a entregar el cuerpo que sostiene a las fauces del océano, por lo menos no antes de terminar sus cavilaciones. Esta obra la realizó el pintor cuando contaba, apenas con 27 años y se inspiró en el verdadero naufragio de la fragata francesa “Medusa”, que encalló en las costas mauritanas en julio de 1816, de sus 147 pasajeros sobrevivieron sólo 15 que tardaron dos semanas en ser rescatados y durante las cuales padecieron la desesperanza, el canibalismo y la locura.
Parece que el joven Géricault, sin saberlo, ni sospecharlo, pinto una gran metáfora de nuestra actualidad, al menos esto cree quien estas líneas pergeña. Allí estamos, navegando en los restos del gran naufragio de la modernidad, en medio de la desesperanza generalizada algunos han cedido al canibalismo y se dedican a consumirse y consumir, se entregan al placer no deseado. A otros la desesperanza los ha devorado y se dedican a ejercitar las diversas formas del abandono y finalmente, otros han cedido a la locura, baten sus esperanzas frente a horizontes de misticismos que venden paraísos inexistentes y afortunadamente inalcanzables. ¿Qué nos queda entonces? Pues la mesurada crispación de aquel modesto naufrago que no ha condescendido con ninguna de las otras actitudes, mira hacia atrás y con su brazo derecho sostiene su cabeza mientras piensa y no está dispuesto a entregar los restos del hombre que sostiene con su brazo izquierdo, a menos que este seguro de que es necesario.
Que el proyecto de la modernidad naufragó; está bien. Que los meta-relatos que articulaban la existencia del hombre de la modernidad, se han mostrado improcedentes dentro del sistema económico que adoptamos; está bien. Que los mitos de la edad moderna fracasaron; está bien, más aún, dicho fracaso nos ha brindado nuevas maneras de ver nuestro planeta y nuestros vecinos, como bien lo ha mostrado Fernando Cruz kronfly en “La tierra que atardece”. Pero lo que no está bien es que se nos dice “que el hombre blanco ha sido una lepra sobre la faz de la tierra, que su civilización es una impostura monstruosa… se nos dice, con acentos de histeria punitiva, que nuestra cultura está condenada.” (Steiner, 1976: P. 56) Lo que no está bien es, que como dijera Jung al referirse a la desvinculación con la cultura occidental, pretendamos cortar la rama en la cual estamos parados. Por el contrario es momento de encarar con firmeza nuestra situación, es momento de “volver con entereza los ojos a Kant para esgrimir la idea de la mayoría de edad y saber vivir no sólo sin los dioses sino incluso sin la esperanza, sin el sentido, sin el fundamento y sin la razón dictatorial” (Cruz Kronfly, 1999) Es momento de comenzar a hacer los inventarios de nuestro naufragio y mirar las posibilidades de nuestra destrucción.
Cartago, septiembre 23 del año 2010 de nuestro naufragio.




[1] Nótese que cuando se habla de sujeto,  lo hacemos en su sentido filosófico y no hablamos de individuo en su sentido sociológico o empírico, esto con el fin de mostrar al lector el contrapunto entre el sujeto medieval y el individuo de la modernidad.

sábado, 15 de junio de 2013



BREVE HISTORIA DE LOS BUENOS MODALES O DE CÓMO EVOLUCIONAN CIERTOS ASPECTOS DE LA URBANIDAD.

Por: Cristian Cárdenas Berrío.



Desde que en los grandes banquetes de los antiguos griegos y romanos se comenzaron a imponer ciertas modas gastronómicas, para que los demás comensales vieran la riqueza y opulencia de sus anfitriones;[1] los humanos nos hemos preguntado sobre cuál es el correcto proceder en la mesa o en algunas situaciones sociales que así lo ameriten.

Las crónicas del siglo XI hablan de una noble dama veneciana que fue tremendamente reprendida por las autoridades de la iglesia católica por haberse atrevido a utilizar un tenedor en público. El historiador Fernand Braudel nos habla de cómo un predicador alemán decía que el tenedor era un atributo de Satanás y agrega que tal sacerdote durante su sermón dominical gritaba: “Dios no nos hubiera dado manos si hubiera deseado que usáramos un instrumento semejante”.

Lo anterior no debe extrañar a nadie, ya que hasta hace solo tres siglos y algunos años el tenedor era un artículo de lujoso exotismo dentro de las cortes europeas, en las cuales como es de suponer se comía con ayuda del divino regalo de la mano.  Las costumbres fueron cambiando y se hizo necesario aprender desde como usar correctamente la servilleta hasta utilizar los cubiertos adecuados para cada ocasión, claro está cuando los había ya que ese maravilloso invento de los romanos que fue la cuchara, tal cual como la conocemos hoy, solo alcanzó popularidad bien entrado el siglo XV, sobre todo en Holanda donde se llegó a comer con ocho cucharas diferentes, una para cada salsa.

La primera ilustración que se conoce sobre la utilización del tenedor data de 1022 en el monasterio de Montecassino, este instrumento importado a Roma desde Bizancio por extravagantes comerciantes venecianos, junto con el cuchillo, solo alcanzará carácter de normalidad en el siglo XVII. Prueba de lo anterior es por ejemplo lo que afirma un manual de urbanidad del siglo XV: “Se coja la carne tan solo con tres dedos y no se introduzca en la boca con las dos manos.” “un niño bien educado no se suena la nariz con la mano que coge la carne.”

Como ya se dijo los griegos se preocupaban igualmente por los modales en la mesa, el poeta Ovidio señala: “Haya que beber vino en pequeños sorbos, comer poquísima cantidad con mesura y calma, sin dar señales de ansia desmedida.” Claro está, esta no era precisamente la constante en Grecia. Entre los nórdicos el puesto principal en la mesa lo ocupaba la persona más destacada y los demás por orden de categoría al rededor. A los pajes medievales se les advertía que nadie debía poner los codos sobre la mesa, ni debía sonarse con el mantel, así como tampoco se debía beber de la fuente.

Aunque sea difícil definir en cada cultura y en cada pueblo cuales son los buenos y los malos modales, lo cierto es que desde el preciso momento en que nos levantamos y cuidamos de nuestro aspecto estamos participando en el ritual de la cortesía y la etiqueta, que se ocupa no solo del vestido sino también de nuestra manera de proceder en público, nuestros gestos y hasta nuestro lenguaje. La cultura Europea ha sido por excelencia la cultura de la  etiqueta y el refinamiento, sin embargo el primer texto que se conoce sobre esta urbanidad de las maneras aparece en 1204 y es escrito por un judío converso, mientras que en la China, Confucio se había ocupado de la moral en el comportamiento varios siglos antes de cristo. Por su parte los antropólogos afirman que la primera norma de cortesía apareció con el apretón de manos.

El pañuelo es otra disculpa para revisar la evolución en las costumbres. Los griegos y romanos lo llevaban entre los pliegues de la túnica o en el bolsillo de la toga, pero lo utilizaban para limpiarse el sudor. En esta época estaba prohibido sonarse la nariz en público. Más adelante durante la edad media el pañuelo pasó a ser un artículo de lujo en las manos de las mujeres que lo utilizaban para atrapar maridos y amantes; los hombres lo utilizaban por estética, aquellos pañuelos de seda bordados con finísimos encajes son un buen retrato de la época. Aunque por otro lado nos encontramos a la reina María Antonieta utilizando un pequeño martillo de oro para aplastar unas inoportunas pulgas que recorrían su augusta cabeza. El martillo nos habla de la frecuencia con que estas cosas ocurrían.

Par finalizar se puede mencionar una anécdota de mariscal francés Foch. En alguna ocasión después de la segunda guerra mundial un norteamericano le decía: “Ustedes los franceses, con sus modales fluctuantes, no me impresionan lo más mínimo. Me parece como si estuvieran rellenos de aire caliente.” A lo cual el mariscal respondió: “Tal vez sea así, pero usted habrá observado que los neumáticos a pesar de no estar llenos nada más que de aire, pueden pasar, sin embargo, por los caminos más quebrados con relativa facilidad. Lo mismo pasa con los buenos modales; no son más que aire caliente, como usted ha dicho, pero nos ayudan a pasar sobre las circunstancias escabrosas de la vida sin saltar demasiado.”  Y pensar que en la antigua Roma un marido que sorprendiera a su mujer sonándose la nariz podía pedir el divorcio.



C.C.B.



Cartago 12 de Marzo de 2007.




[1] Por ejemplo uno de los grandes generales romanos gustaba de ofrecer a sus invitados, estofado de anguila carnívora que había sido alimentada con la carne de sus enemigos. 

martes, 18 de octubre de 2011

Un filósofo pesimista, Hernán cortés y las aulas de clase.

Por: Cristian Cárdenas Berrío

Emparapetado en una de sus cimas de desesperación ese suicida delicado que fue Ciorán afirmó que “el encarnizamiento por borrar del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo deforme, linda con la indecencia.” (bibliotecaignoria.blogspot.com: consultado el 7-10-2011) Para quienes nos acostamos imaginado que la fuente de la eterna juventud, ideal y arquetipo de la inhumana perfección, había muerto con el reino de california y la enfebrecida imaginación de Hernán Cortés, nos corresponde despertarnos entre afanes y sudores para confirmar que la idea de un hombre de error cero ha resucitado en medio de nuestras aulas, a nuestros estudiantes en no pocas ocasiones les está prohibido el error, mientras que muchos maestros ebrios de discurso y apoltronados en la comodidad que proporcionan las verdades, las razones no contrariadas, forman cosificando, educan domesticando, disciplinan- en fin- apabullando lo humano que hay en el estudiante.

En no pocas ocasiones durante mi ejercicio docente, algunos estudiantes me hacen preguntas ante las cuales solo puedo alzar los brazos, siento como si una colt 45 me apuntara directamente al rostro. Casi siempre esos cuestionamientos tienen que ver más con las vidas de ellos que con dudas al respecto de lo dicho en clase: “¿cómo se enamora a alguien, profesor? -¡al suelo que están disparando!” De tiempo atrás he creído intuir que la razón de esta situación es harto simple. Los maestros seguimos pensando que el racionalismo craso y lato de nuestro discurso, que el disfraz de objetividad que algunas ciencias suelen portar, es una suerte de fuente de eterna juventud y perfección, como la que soñaron los españoles al llegar a suelo americano, en la que al bañarse el alumno, por arte de algún secreto trance mágico que subyace en nuestra racionalidad científica, saldrá convertido en alguien mejor y verdaderamente feliz.

Olvidamos, sin embargo, que la ardua tarea de hacerse humano, no sólo pasa por el discurso puro y duro de la lógica occidental, porque como ya lo afirmó Heidegger, con harta elocuencia, la lógica es un invento de los profesores. El raciocinio de los afectos es otro, es del orden de la poesía y no pocas veces de la desmesura. Hay razones del corazón que la razón no suele comprender, barruntó ese teólogo pitagórico que fue Pascal y yo creo que en esto le asiste la verdad que tienen las frases y cosas que amamos. No logro entrever en qué momento olvidamos los sabios consejos de Aristóteles a Nicómaco, al hablarle del enojo; su explicación a Alejandro Magno sobre el autocontrol; cuando relegamos las enseñanzas de los eleatas al proponernos educar nuestros afectos; dónde quedó la sabiduría de Epicuro al invitarnos al goce de placeres elevados y porqué no, en qué lugar de nuestra memoria colectiva yace la exhortación del predicador de Galilea cuando nos dijo que de la abundancia del corazón habla la boca.

Educamos para una sociedad globalizada donde la competencia raya con un canibalismo ilustrado, los altos desempeños y habilidades informáticas son condición sine qua non del individuo contemporáneo. Luego, en la mañana de los domingos en la comodidad de nuestra casa nos alarmamos frente a los índices de suicidio infantil y juvenil, rasgamos nuestras vestiduras al enterarnos que la depresión es considerada pandemia por la OMS y al final casi nos produce un síncope el enterarnos de los altos niveles de corrupción (Híper-individualismo) de nuestros dirigentes. No veo lugar a tal alboroto, tenemos los sujetos que formamos, la educación, al contrario de lo que algunos puedan pensar, funciona a la perfección.

Tal vez sea hora de educar en el amor, de formar en los afectos, de que tengamos no solo sujetos con altos desempeños tecnológicos y en competencias laborales, sino también seres asombrados frente al milagro de la vida, individuos capaces de amar, de amarse, que de verdad puedan ser un tú para el otro. Para esto los maestros debemos superar una condición que nos acompaña y esta es que estamos más cerca afectivamente de la escuela donde educamos, pero más cerca efectivamente de la escuela donde nos educaron. Es hora de entender la frase del filósofo rumano con que inician estas líneas, el pretender la normalización de lo humano, estudiantes bien vestidos, bien hablados, bien pensados, de cinco en todo y a pesar de todo, es una indecencia. Es hora de hacer nuestras las palabras de ese metafísico impenitente que fue Jhon Donne, cuando dijo: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca debes preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti.”

Cartago, a los siete días del mes de octubre del año 2011 de nuestro naufragio.

jueves, 26 de noviembre de 2009

TOPOS ANONIMO Y LOGOS PERIFÉRICO.

Por: Cristian Cárdenas Berrío.

“La conversación se fue extendiendo,

Como si fuera otra parte del combate.

Los testigos de la conversación están

Inmóviles, fascinados por lo que oyen…”

Plata Quemada.

“Plata quemada”, novela ganadora del premio planeta en 1997 es un texto que se mueve entre las fronteras de la realidad y de la ficción, problematizando así, los límites que comúnmente se han puesto entre las mismas. La hibridación de ambos espacios es característica propia del discurso de la postmodernidad; en particular en literatura hablamos de ficcionalidad expandida para referirnos al fenómeno aquí tratado. Esta condición hace que el texto de Ricardo Piglia sea en América latina un intento por introducir a la novela en general y al thriller en particular en la llamada remodernidad. Lo anterior hace que el escrito posea contornos particulares no exentos de interés.

La novela de “Planta Quemada” en su dimensión espacial se estructura en gran medida a partir de lugares del anonimato: el hotel, la cárcel, el psiquiátrico, los apartamentos alquilados (aguantaderos).

De igual manera, la presencia de la ciudad narrada se concreta en espacios despersonalizantes: el subterráneo, avenidas, parques, baños públicos, etc. Mediante la aparición de dichos lugares se precede a una suerte de desmonte de la visión antropocéntrica propia del renacimiento occidental, para dar paso a la visión descentrada, mediática y caleidoscópica propia de la postmodernidad, antes mencionada.

Por medio de la des individualización puesta en marcha desde la topografía habitada por los personajes asistimos también a la puesta en circulación de otros discursos no oficiales, al discurso periférico, pero no con respecto a un centro, toda vez que la contemporaneidad como planteó Deleuze es rizomática; es, si se me permite el oxímoron, centralmente periférica. Por esta misma razón se instaura una dinámica social del complot, del farfulleo, del discurso imperceptible; “Dijo… - Dice que le dijeron…”. Esto lo vemos de manera especial en el Gaucho Dorda, quien es una gran metáfora del narrador y de la máquina de narrar, en la medida que escucha en su cabeza una cantidad de voces, pero a él en tanto sujeto de enunciación le ha sido negado el discurso, se le diagnostica como afásico. El argentino logra hacer el tránsito de la metáfora visual platónica a la metáfora auditiva sofística y presocrática para explicar la realidad ya que el complot se gesta menos en la certidumbre del ver de manera diáfana durante el día que en la ambigüedad del escuchar de forma indecisa en la noche.

De cierto modo y hasta determinado punto Piglia muestra esa transición en la forma en que escribe su novela. En nuestra literatura el narrador omnisciente ha sido más bien una constante sobre todo en la novela, en gran medida debido a la musicalidad de nuestra lengua se ha privilegiado un narrador arrullador; mientras que el diálogo ha sido escaso. En esta obra el argentino utiliza estos dos recursos narrativos en las dosis necesarias, sobre todo el diálogo, ya que como él lo dijo: “La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla.” En este orden de ideas podemos afirmar que la figura de Roque Pérez, el radiotelegrafista, no es otra cosa que un artificio narrativo del autor para evitar el narrador en tercera persona, además de la materialización de la manera en que alguna vez Sábato resumió el fluir de la conciencia, al decir que Joyce introdujo micrófonos en las cabezas de los personajes. Nos damos cuenta que el logos de los personajes piglianos corresponde a lo periférico en la medida en que se efectúa un proceso de distanciamiento de la enunciación, un extrañamiento del lenguaje que llamaran los formalistas; logrando así darnos una visión de y desde las márgenes de una sociedad.

El lugar del anonimato, el discurso de la periferia concretan el sino trágico de esta obra, así como el pathos, igualmente trágico de sus protagonistas. Estética híbrida y fragmentaria, obra palimpsestual y caleidoscópica, con ella Piglia nos ubica dentro de la postmodernidad constituyéndose por lo tanto en uno de los hitos de la literatura post-boom en Hispanoamérica.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

“LA IRONÍA METAFÍSICA.” BORGES Y EL ESCEPTICISMO ESENCIAL.

“Es curioso advertir que el estilo de Dios,

es casi idéntico al de Víctor Hugo.”

Borges oral.

Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, que se llamó en la pila bautismal y afortunadamente solo allí, nació el 24 de agosto de 1899, en el 840 de la calle Tucumán de la capital de la república Argentina. Este bonaerense es, por destino, vocación, tesón o azar, concepto que le era tan caro; si no el escritor latinoamericano más importante del siglo pasado, al menos si el más referenciado, sobre el que más se ha escrito, del que más se habla o cita, es, como él mismo lo dijo de Quevedo “más una vasta literatura que un hombre”.

De su obra se han estudiado múltiples facetas: Borges como palimpsesto, la cultura y la tradición como grandes protagonistas de la obra borgeana, las matemáticas en Borges, las isotopías del espejo, laberinto y los tigres en sus escritos, incluso existe un “AntiBorges” de Martín Lafforgue. Sin embargo, el filón que nos interesa es la pregunta por la filosofía en el rioplatense. De hecho, es mejor reformular la anterior afirmación, ya que hacernos en este momento la pregunta de si hay filosofía en Borges, es incurrir en un lugar común. Es evidente, para cualquiera que lea con atención la obra de Borges, que existe filosofía en ella. Esta peculiaridad de la obra borgeana ha sido ampliamente estudiada, bástenos mencionar algunos nombres: el italiano Roberto Paoli, el español Fernando Savater, el venezolano Juan Nuño, el argentino Ezequiel Olaso y los colombianos Julián Serna Arango y Rafael Gutiérrez Girardot, entre otros.

Por lo anterior, es mejor cuestionarnos sobre qué filosofía subyace en la obra del argentino, cuáles son sus características, qué marcas textuales de esta filosofía aparecen en la obra, qué recursos retóricos utiliza el autor para formular esta filosofía, etc. Como el lector supondrá en las presentes líneas no agotaremos las peguntas antedichas. Nos interesa de manera particular mostrar como mediante la ironía Borges desmonta la visión dualista propia de nuestra tradición judeo – cristiana y de esta manera hace entrar en crisis la metafísica occidental basada y creada a partir de la tradición mencionada. Poniéndonos de esta manera en la reflexiones propias de la filosofía postmetafísica.

En primera medida debemos definir el concepto de ironía. Este se remonta a la tragedia griega con los personajes de Alazon y Eiron:

Así el primero, (alazon) pasó a significar toda aquella actitud vanidosa, y en el fondo estúpida, de quien finge unas aptitudes que están muy lejos de poseer, mientras que el segundo (eiron) (en aquel entonces era imposible todavía predecir cuán larga sería su fortuna en el acervo de la cultura occidental) indicó a partir de aquel momento el talante de alguien que, en apariencia desvalido, esconde su juego y, por medio de sinuosas estratagemas, se sale con la suya.[1]

De esta manera la ironía comienza en occidente su trasegar, durante el romanticismo irá a ser tema recurrente en la crítica literaria de Schlegel. El siglo pasado aparecieron en literatura trabajos como los de Pierre Schoentjes, sobre la poética de la ironía y en la literatura latinoamericana el juicioso estudio de Tittler. No obstante la ironía en Borges posee particularidades especiales.

Es la manifestación en un mismo enunciado, de dos conciencias, en donde una relativiza a la otra, la interroga en los supuestos de verdad que esta posee, subvierte las razones y las leyes y entrega, en consecuencia, una visión que en rigor es una cosmovisión. La ironía borgeana proviene de un yo que se duplica. Tal concepción de yo que es “esencialmente dramático” (Schlegel), puesto que siempre se piensa como dos y es capaz de percibirse desde un afuera, acerca al pensamiento borgeano para comprenderlo como un diálogo en cuya dinámica la “ironía es su modo natural, siendo su cometido preservar la relación dialéctica entre las dos instancias en juego”.[2]

Lo anterior se puede ver perfectamente en un texto como el de “Borges y yo” en el que el autor instaura una dialéctica entre el Borges, escritor reconocido y el Borges “mero ciudadano, de la mera república Argentina”. Lo particular aquí es que la contradicción no encuentra resolución al final, por el contrario el texto termina en tensión: “No sé cuál de los dos escribe esta página.”[3] Queda, en vilo el principio de identidad sobre el que occidente ha cimentado conceptos como el del yo, que tanto hará reflexionar a nuestro autor.

La ironía en los escritos de Borges tiene varias características formales; Gutiérrez Girardot distingue: la alusión, la movilidad, la desfiguración y la excentricidad, no entendida en términos sociológicos ni psicológicos. No obstante, consideramos que estos rasgos y otros se agrupan en la parodia como la expresión más adecuada de la ironía. La etimología de parodia nos da luces sobre este proceder borgeano; para y ôde, es decir, contra canto. No es otra cosa lo que el bonaerense realiza en sus escritos. Sí, la tradición es la gran protagonista de la obra borgeana, pero no para apologarla sino para narrarla a contrario, para jugar con ella, para satirizarla, caricaturizarla, en fin para parodiarla. La ironía, es en Borges, el mecanismo que le permite ponerlo todo patas arriba. Ya que él es consciente de que solo así, ironizando nuestra realidad y cultura, es posible desordenar nuestra tradición para que encontremos nuevas puertas de sentido y por consiguiente tengamos futuro. Observemos solamente un detalle en los cuentos que escribe su bifronte seudónimo de Honorio Bustos Domecq, en “Seis problemas para Don Isidoro Parodi”, apellido por lo demás bastante significativo. En la mayoría de los relatos policiacos el detective es una suerte de ser privilegiado; en estos relatos, por el contrario, asistimos a una colección de detectives extravagantes: un Lord exquisito, un ciego que a pesar de su discapacidad, todo el embrollo a resolver le es absolutamente claro y nada se le escapa, un gordo que nunca sale de su invernadero, y otros por esta misma línea. Pero lo más llamativo es que todos los casos de Parodi comienzan con el investigador preso, lo que constituiría para los lógicos una contradictio in adjecto.

Pero de todos los temas de nuestra tradición que son blanco de la ironía borgeana, es la metafísica occidental uno de sus preferidos. Cosmogonías, teodiceas, mitologías, herejías y teologías, forman una constelación alrededor y a través de los escritos del argentino. Muchos de sus textos están concebidos y escritos con el fin de parodiar las extravagancias que en occidente ha concebido, alimentado y cuidado, los amanuenses de “la larga noche de la metafísica”.

Veamos por ejemplo “Las tres versiones de Judas”. El traidor más famoso de las historia de occidente en manos de Borges es pretexto para el desmonte de la visión de mundo cristiana que pretende dejar al hombre sin posibilidades, ante la disyuntiva maniquea de negro o blanco, de bueno o malo. Por el contrario en el texto se nos proponen, no dos sino tres versiones del apóstol de Cristo. La primera de ellas es de carácter teológico, influenciada por el gnosticismo de Carpócrates. Judas había sido el único discípulo que intuyó la divinidad de su maestro y por tanto comprendió que su papel en “la economía de la redención”, debía ser el de traidor: “El verbo se había rebajado a mortal; Judas discípulo del verbo, podía rebajarse a delator” (P. 515.) según esto el Iscariote fue el discípulo más fiel a su maestro.

Una segunda versión es de carácter moral y consiste en que Judas fue el asceta máximo ya que decidió mortificar eternamente su alma para beneficio de su rabino, renunció a cuanto bien y gloria ofrecía su condición al lado del predicador galileo para que este alcanzara sus objetivos: “Pensó que la felicidad como el bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres.” (P. 516.) Judas obro con total humildad y abnegación. Finalmente, se nos propone una tercera versión bastante inquietante, la de que el verdadero salvador fue Judas, Dios se hace hombre pero escoge el cuerpo de Judas para llevar a cabo su misión: “Para salvarnos pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas.” (P. 517.)

Además de las anteriores versiones podríamos ubicar una versión cero que es la que todos conocemos, la de Judas como traidor. Existirían también, para seguir con el juego borgeano de las bifurcaciones, de la existencia como laberinto, la versión de Judas en: “El evangelio de Judas”; así como las versiones judías sobre que Judas fue un escogido por los sumos sacerdotes del templo para despojar a Jesús del nombre de Dios, del cual se había adueñado de manera fraudulenta. Tendríamos entonces no solo tres sino cuatro y hasta seis versiones de Judas. Borges como vemos parodia la versión original, la cuestiona sobre sus supuestos de verdad, y cual prestidigitador saca pañuelos de diversos colores de su manga. El argentino se toma la tradición por asalto y deconstruye el modelo dicotómico occidental utilizando la ironía como su principal herramienta.

Otro ejemplo fundamental, para ver la ironización de la metafísica por parte de Borges y su escepticismo como manera de concebir la realidad, la tenemos en el texto, “Fragmentos de un evangelio apócrifo.” Analicemos tres de ellos, para observar cómo opera este parodiar ironizador dentro de su desmonte de la metafísica dualista instaurada largo rato en occidente.

En el fragmento 16, nos dirá: “No hay mandamiento que no pueda ser infringido, y también los que digo y los que los profetas dijeron.” La referencia del argentino al decálogo de los cristianos es directa, esto en consonancia con su escepticismo, ya que son precisamente los diez mandamientos uno de los últimos burladeros del universalismo. Siempre y cuando constituyen normas morales aplicables en toda circunstancia e independientemente de los sujetos y las sociedades.

Es por esto que Borges será categórico al afirmar que todos los mandamientos se pueden infringir, incluso los que él mismo está planteando en el escrito, toda vez que como nos lo enseñó Nietzsche la moral es idiosincrática, es decir, la moral es más una manera de desear que una forma de actuar. Lo anterior nos lleva a concluir que en últimas, nuestras decisiones no son otra cosa que apuestas hechas a determinados paradigmas[4] de existencia. Por esto se debe poner en evidencia la última de las grandes cartillas metafísicas. En un mundo signado por la metáfora de lo líquido, al decir de Bauman, se nos presenta bastante improcedente, al menos en un noventa por ciento, el legado mosaico, siempre y cuando en la actualidad algunos apostamos por ontologías otras.

En el fragmento 34 leemos: “Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar…” En una sociedad donde el catecismo nos ha escindido los fines de los medios, donde no se nos ha enseñado a hacer el bien porque es lo deseable sino por temor a lo que podamos encontrar más allá, la afirmación borgiana es bálsamo saludable. En nuestra vida más que encontrar certezas nos la pasamos buscando posibilidades.

Lo importante no es encontrar, el mismo verbo nos pone de plano en la parcela de los universales, lo fundamental es la búsqueda por la búsqueda misma, es ese andar a la enemiga, como decían en otra parte, lo que nos brinda futuro, en la medida que nos abre puertas de sentido. Por esto, en la actualidad la palabra certidumbre, posee cierto tufillo de anacoreta jubilado, ya lo dijo Rorty: “a lo sumo somos honestos”.

En el último de los fragmentos el 51, nos encontramos con una frase rotunda y esclarecedora: “Felices los felices.” Frente a un evangelio de cruz y sufrimiento, Borges nos pone de frente la Eudaimonia, la felicidad como verdadero fin de nuestra existencia, “Como Montaigne, la divisa de Borges podría haber sido: je ne fais rien sans gaité.”[5] Como es natural en el rioplatense, su escepticismo le había hecho escribir un poco más adelante que no creía que los actos de los humanos fueran merecedores del infierno o del cielo; esta, es una actitud mucho más tranquilizante. También por esto Borges nos propondrá una opción diferente a la metafísica del sufrimiento. Es esta misma razón que invita a la alegría de la existencia por la que Borges, quien se ufanaba de las páginas que había leído, se concebía como alguien que leía por placer, “Soy un lector hedonista- escribió alguna vez-: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo, ni compré libros- crasamente- en montón.”[6] Es Borges un lector feliz y por lo tanto agradecido.

En estos fragmentos, además de lo comentado hasta aquí, se deja notar una característica peculiar del bonaerense, esta es su economía escritural. Enrique Vila Matas llama la atención sobre este particular y afirma que Borges realiza una literatura y una filosofía portátiles, por esto su pensamiento aforístico, forma que es bastante adecuada para la ironía. Podemos afirmar que Borges más que un pensador es un provocador, un polemista; quiere darnos que pensar.

En este punto se hace necesario proponer una consideración fundamental dentro del quehacer de J.L. Borges con la literatura y la filosofía. Nuestro autor utiliza la literatura como laboratorio filosófico. En su escritura se mezclan de manera cadenciosa los dos discursos. Borges es un demiurgo que crea mundos posibles partiendo de presupuestos filosóficos, llevándolos, no pocas veces, a sus vertiginosas consecuencias.

Observemos uno de los relatos de Borges más conocidos, “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius.” Este cuento es el laboratorio de alquimia de este escritor hecho de páginas y tinta. En él crea un mundo y lo dota de una fisionomía epistémica, si se nos permite la expresión. Tlon, es un mundo basado en la psicología, tiene un geografía propia y su lengua no posee sustantivos, “Hay verbos impersonales calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar.” (P. 101.) La geometría de este lugar tiene dos disciplinas: la visual y la táctil. Tlon, es un mundo donde existe una preeminencia del tiempo, mas no el tiempo espacializado que occidente posee, sino a la manera en que algunos filósofos pre-platónicos concebían el universo.

Vemos como Borges ejercita en su laboratorio literario el Imago mundi de los alquimistas para crear mundos y sociedades inquietantes, delirantes, vertiginosas o simplemente mundos otros como el de “La lotería de Babilonia” en donde el azar ha permeado todos los espacios, momentos e intersticios de la vida de los habitantes de aquella Babilonia borgeana. Este utilizar la literatura como laboratorio es precisamente uno de los mecanismos narrativos de Borges para desmontar la visión universalista, metafísica y diádica del occidente cristiano que ha construido nuestra visión de mundo diametralmente opuesta a la de Tlon. Nuestro mundo está cimentado sobre lenguas que tienen como base el sustantivo, se basa en la física y la biología antes que en las esferas internas del ser y la psicología, nuestra geometría es euclidiana, léase espacial, y no táctil. Por esto hemos entendido el universo como algo material y espacial antes que temporal.

Esto lo logra también mediante las alusiones constantes a referentes de la tradición filosófica o bíblica mencionemos solo un libro de Borges que está plagado de estos guiños; “Elogio de la sombra”, en el encontramos los ya mencionados “Fragmentos de un evangelio apócrifo” pero igualmente tenemos a: “Juan, I, 14. Heráclito. El laberinto. Israel. Leyenda. Una oración” etc. Todos textos donde alude a las tradiciones antedichas. El título mismo es un homenaje y un plagio del libro de ensayos sobre el arte japonés publicado en 1933 por el escritor Juníchiro Tanazaki en el cual compara nuestro gusto por lo luminoso y prolijo en contraposición con el gusto oriental por lo tenue, las sombras y lo envejecido.

Una de las consecuencias de todas estas negaciones, de las puestas en cuestión de la tradición, de la ironía como expresión narrativa que da cuenta del escepticismo esencial del autor, es la ubicación de Borges y su obra en el orden de lo lúdico. Él juega con conceptos filosóficos, teológicos, matemáticos y hasta con el folklore argentino dentro de su literatura. Es un niño, en el sentido nietzscheano, que se divierte armando edificios de conceptos para luego hacer funambulismo con ellos en sus manos. En Borges “el juego no es, sin embargo, huida de la realidad, ni tampoco creación cerebral, sino un momento constitutivo de la existencia humana: por eso las negaciones de Borges, o si se quiere, su nihilismo, no son un rechazo del mundo, sino un modo positivo de conocerlo y de vivir en él.”[7] Por esta razón Borges nos dirá en el final de “Nueva refutación del tiempo”: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho, el tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río… El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.” (P. 771.) Vemos como el juego borgeano no es huida de la realidad sino más bien gozosa resignación.

Es este jugar la actitud más profundamente filosófica de Borges. Sobre este particular nos dirá Fernando Savater:

Spoudaios paizein: jugar en serio. Con esa expresión curiosa, casi tierna, inquietante al repensarla, caracteriza Platón el quehacer filosófico. Del juego tiene la filosofía su carácter no instrumental, la ligereza de cuanto se sustrae momentáneamente a los afanes de lo necesario y la supervivencia, un cierto punto incluso de irresponsabilidad y petulancia, el empeño en crear maquetas a escala para luego experimentar con ellas de modo delirantemente riguroso: el filósofo es en una sola pieza la rata, el laberinto y el observador que toma notas (pero si un niño se cuela en el laboratorio, cuando se encuentre con ese laberinto y la rata mareada en él, ¿acaso no lo tomará por un juguete estupendo?)[8]

Esto es precisamente lo que hace Borges; juega en serio, armando mundos para experimentar con ellos, es un niño travieso y como ellos, juega no para distraerse sino para concentrarse.

Para finalizar, debemos llamar la atención sobre un aspecto capital en la puesta en cuestión de nuestra tradición metafísica dentro de la obra de Borges. Este aspecto tiene que ver con la relación que en occidente tiene el lenguaje y la metafísica, toda vez, que esta última se sostiene sobre un andamiaje elaborado con el primero. La simbiosis lenguaje - metafísica no es ajena a Borges, por lo que tal relación se verá reflejada tanto en la vida como en la obra del argentino. Pero no un reflejo cualquiera, sino que adquirirá contornos particulares como todo lo borgeano.

Esos contornos particulares no pasan desapercibidos para el premio Nobel sudafricano, John Maxwell Coetzee, al leer al bonaerense. En uno de los ensayos de su libro “Costas extrañas” afirma:

Borges siente con pasión el gnosticismo- la idea de que el Dios último está más allá del bien y del mal y, por tanto, se encuentra infinitamente lejos de su creación-, pero la idea del miedo que informa su obra posee una base más metafísica que religiosa. Hay atisbos vertiginosos del colapso de todas las estructuras de significado, incluido el propio lenguaje, presentimientos deslumbrantes de que el propio yo que habla carece de existencia real.[9]

Ese colapso del lenguaje, al menos del lenguaje apodíctico de raigambre aristotélica, Borges no solo lo intuye sino que lo prueba en su laboratorio, lo induce. Su obra está plagada de referencias al lenguaje y su dinámica en nuestra existencia: El nombre de Dios puede estar en las manchas del jaguar, en “El inmortal”, Homero y los demás inmortales han renunciado al lenguaje, el cual va recuperando poco a poco en su interacción con el protagonista del cuento; uno de sus cuentos más conocidos, “El Zahir”, surge a partir de su reflexión sobre las consecuencias de la palabra inolvidable y la posibilidad de que en la vida existiera un objeto que no se pudiera olvidar. Pero en donde mejor vemos este desmonte del lenguaje occidental es en “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”; la explicación del lenguaje de Tlon basta para darse cuenta de ello. Este “giro lingüístico” que tiene lugar en la obra borgeana corresponde a la conciencia que Borges tiene del mismo y a la certeza de que nuestra metafísica está cimentada sobre una concepción particular del lenguaje; por lo tanto, el rioplatense sabe que para deconstruir esa metafísica se debe poner en cuestión el lenguaje mismo, mediante la ironía y la construcción de mundos otros.

No es difícil colegir que Borges, consciente o no, proponiéndoselo o no, se adelanta en Latinoamérica a muchas de los conceptos y reflexiones del giro lingüístico y de la filosofía post-metafísica. Borges aunque heteróclito en sus inclinaciones filosóficas, no es caprichoso, ni gratuito en sus razonamientos. Del hijo de Doña Leonor Acevedo podemos decir lo que él afirmo de Wilde: “Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón.” (P. 692.)

Jorge Luis Borges nos propone una metafísica otra, una que al contrario de la aristotélica – cristiana no tenga su punto de equilibrio más allá de lo físico sino que por el contrario parta de lo material. Borges dota de estatuto ontológico a lo cotidiano: En un punto de la escalera de un sótano está la totalidad del universo, una moneda que es inolvidable, un tomo de una enciclopedia que solo se encuentra en la biblioteca de un amigo en el que se describe un mundo desconocido, una lotería que interviene en la existencia de toda una nación, un joven campesino que posee una memoria perpetua; los ejemplos serían infinitos, si los yahoos de Borges tienen razón al creer que el infinito comienza en el cinco. Lo fantástico aparece en el argentino como un intersticio de la realidad. La imaginación en Borges no consiste en creer en la realidad de lo asombroso, sino en asombrarse de la realidad. Esta es su metafísica.



[1] Citado por, REINOSO C, Sara. En: Borges y la ironía esencial. http://sara-canelo.blogspot.com/2006/12/borges-y-la-irona-esencial.html#_ftn4, consultado el 23 de octubre de 2009.

[2] IBID.

[3] BORGES, Jorge Luis. Obras Completas. Emecé. Buenos Aires, 1974. En adelante todas las citas de los escritos de Borges serán tomadas de esta edición.

[4] Paradigma en el sentido que lo entiende Khun. “Un paradigma es un léxico.”

[5] SAVATER, Fernando. Borges: la ironía metafísica. Editorial Ariel. Barcelona, 2008. P. 31.

[6] Citado por: ESPINOSA, Germán. Borges, maestro de la crítica. En: La elipse de la codorniz. Ensayos disidentes. Editorial Panamericana. Bogotá, 2001. Pp. 68 – 69.

[7] GUTIERREZ GIRARDOT, Rafael. Jorge Luis Borges. El gusto de ser modesto. Editorial Panamericana. Bogotá 1998. P. 78.

[8] Op. Cit. Savater. Pp. 98 – 99.

[9] COETZEE, John Maxwell. Costas extrañas. Editorial Debate. Buenos Aires, 2005. P. 182. El subrayado es nuestro.