jueves, 26 de noviembre de 2009

TOPOS ANONIMO Y LOGOS PERIFÉRICO.

Por: Cristian Cárdenas Berrío.

“La conversación se fue extendiendo,

Como si fuera otra parte del combate.

Los testigos de la conversación están

Inmóviles, fascinados por lo que oyen…”

Plata Quemada.

“Plata quemada”, novela ganadora del premio planeta en 1997 es un texto que se mueve entre las fronteras de la realidad y de la ficción, problematizando así, los límites que comúnmente se han puesto entre las mismas. La hibridación de ambos espacios es característica propia del discurso de la postmodernidad; en particular en literatura hablamos de ficcionalidad expandida para referirnos al fenómeno aquí tratado. Esta condición hace que el texto de Ricardo Piglia sea en América latina un intento por introducir a la novela en general y al thriller en particular en la llamada remodernidad. Lo anterior hace que el escrito posea contornos particulares no exentos de interés.

La novela de “Planta Quemada” en su dimensión espacial se estructura en gran medida a partir de lugares del anonimato: el hotel, la cárcel, el psiquiátrico, los apartamentos alquilados (aguantaderos).

De igual manera, la presencia de la ciudad narrada se concreta en espacios despersonalizantes: el subterráneo, avenidas, parques, baños públicos, etc. Mediante la aparición de dichos lugares se precede a una suerte de desmonte de la visión antropocéntrica propia del renacimiento occidental, para dar paso a la visión descentrada, mediática y caleidoscópica propia de la postmodernidad, antes mencionada.

Por medio de la des individualización puesta en marcha desde la topografía habitada por los personajes asistimos también a la puesta en circulación de otros discursos no oficiales, al discurso periférico, pero no con respecto a un centro, toda vez que la contemporaneidad como planteó Deleuze es rizomática; es, si se me permite el oxímoron, centralmente periférica. Por esta misma razón se instaura una dinámica social del complot, del farfulleo, del discurso imperceptible; “Dijo… - Dice que le dijeron…”. Esto lo vemos de manera especial en el Gaucho Dorda, quien es una gran metáfora del narrador y de la máquina de narrar, en la medida que escucha en su cabeza una cantidad de voces, pero a él en tanto sujeto de enunciación le ha sido negado el discurso, se le diagnostica como afásico. El argentino logra hacer el tránsito de la metáfora visual platónica a la metáfora auditiva sofística y presocrática para explicar la realidad ya que el complot se gesta menos en la certidumbre del ver de manera diáfana durante el día que en la ambigüedad del escuchar de forma indecisa en la noche.

De cierto modo y hasta determinado punto Piglia muestra esa transición en la forma en que escribe su novela. En nuestra literatura el narrador omnisciente ha sido más bien una constante sobre todo en la novela, en gran medida debido a la musicalidad de nuestra lengua se ha privilegiado un narrador arrullador; mientras que el diálogo ha sido escaso. En esta obra el argentino utiliza estos dos recursos narrativos en las dosis necesarias, sobre todo el diálogo, ya que como él lo dijo: “La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla.” En este orden de ideas podemos afirmar que la figura de Roque Pérez, el radiotelegrafista, no es otra cosa que un artificio narrativo del autor para evitar el narrador en tercera persona, además de la materialización de la manera en que alguna vez Sábato resumió el fluir de la conciencia, al decir que Joyce introdujo micrófonos en las cabezas de los personajes. Nos damos cuenta que el logos de los personajes piglianos corresponde a lo periférico en la medida en que se efectúa un proceso de distanciamiento de la enunciación, un extrañamiento del lenguaje que llamaran los formalistas; logrando así darnos una visión de y desde las márgenes de una sociedad.

El lugar del anonimato, el discurso de la periferia concretan el sino trágico de esta obra, así como el pathos, igualmente trágico de sus protagonistas. Estética híbrida y fragmentaria, obra palimpsestual y caleidoscópica, con ella Piglia nos ubica dentro de la postmodernidad constituyéndose por lo tanto en uno de los hitos de la literatura post-boom en Hispanoamérica.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

“LA IRONÍA METAFÍSICA.” BORGES Y EL ESCEPTICISMO ESENCIAL.

“Es curioso advertir que el estilo de Dios,

es casi idéntico al de Víctor Hugo.”

Borges oral.

Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, que se llamó en la pila bautismal y afortunadamente solo allí, nació el 24 de agosto de 1899, en el 840 de la calle Tucumán de la capital de la república Argentina. Este bonaerense es, por destino, vocación, tesón o azar, concepto que le era tan caro; si no el escritor latinoamericano más importante del siglo pasado, al menos si el más referenciado, sobre el que más se ha escrito, del que más se habla o cita, es, como él mismo lo dijo de Quevedo “más una vasta literatura que un hombre”.

De su obra se han estudiado múltiples facetas: Borges como palimpsesto, la cultura y la tradición como grandes protagonistas de la obra borgeana, las matemáticas en Borges, las isotopías del espejo, laberinto y los tigres en sus escritos, incluso existe un “AntiBorges” de Martín Lafforgue. Sin embargo, el filón que nos interesa es la pregunta por la filosofía en el rioplatense. De hecho, es mejor reformular la anterior afirmación, ya que hacernos en este momento la pregunta de si hay filosofía en Borges, es incurrir en un lugar común. Es evidente, para cualquiera que lea con atención la obra de Borges, que existe filosofía en ella. Esta peculiaridad de la obra borgeana ha sido ampliamente estudiada, bástenos mencionar algunos nombres: el italiano Roberto Paoli, el español Fernando Savater, el venezolano Juan Nuño, el argentino Ezequiel Olaso y los colombianos Julián Serna Arango y Rafael Gutiérrez Girardot, entre otros.

Por lo anterior, es mejor cuestionarnos sobre qué filosofía subyace en la obra del argentino, cuáles son sus características, qué marcas textuales de esta filosofía aparecen en la obra, qué recursos retóricos utiliza el autor para formular esta filosofía, etc. Como el lector supondrá en las presentes líneas no agotaremos las peguntas antedichas. Nos interesa de manera particular mostrar como mediante la ironía Borges desmonta la visión dualista propia de nuestra tradición judeo – cristiana y de esta manera hace entrar en crisis la metafísica occidental basada y creada a partir de la tradición mencionada. Poniéndonos de esta manera en la reflexiones propias de la filosofía postmetafísica.

En primera medida debemos definir el concepto de ironía. Este se remonta a la tragedia griega con los personajes de Alazon y Eiron:

Así el primero, (alazon) pasó a significar toda aquella actitud vanidosa, y en el fondo estúpida, de quien finge unas aptitudes que están muy lejos de poseer, mientras que el segundo (eiron) (en aquel entonces era imposible todavía predecir cuán larga sería su fortuna en el acervo de la cultura occidental) indicó a partir de aquel momento el talante de alguien que, en apariencia desvalido, esconde su juego y, por medio de sinuosas estratagemas, se sale con la suya.[1]

De esta manera la ironía comienza en occidente su trasegar, durante el romanticismo irá a ser tema recurrente en la crítica literaria de Schlegel. El siglo pasado aparecieron en literatura trabajos como los de Pierre Schoentjes, sobre la poética de la ironía y en la literatura latinoamericana el juicioso estudio de Tittler. No obstante la ironía en Borges posee particularidades especiales.

Es la manifestación en un mismo enunciado, de dos conciencias, en donde una relativiza a la otra, la interroga en los supuestos de verdad que esta posee, subvierte las razones y las leyes y entrega, en consecuencia, una visión que en rigor es una cosmovisión. La ironía borgeana proviene de un yo que se duplica. Tal concepción de yo que es “esencialmente dramático” (Schlegel), puesto que siempre se piensa como dos y es capaz de percibirse desde un afuera, acerca al pensamiento borgeano para comprenderlo como un diálogo en cuya dinámica la “ironía es su modo natural, siendo su cometido preservar la relación dialéctica entre las dos instancias en juego”.[2]

Lo anterior se puede ver perfectamente en un texto como el de “Borges y yo” en el que el autor instaura una dialéctica entre el Borges, escritor reconocido y el Borges “mero ciudadano, de la mera república Argentina”. Lo particular aquí es que la contradicción no encuentra resolución al final, por el contrario el texto termina en tensión: “No sé cuál de los dos escribe esta página.”[3] Queda, en vilo el principio de identidad sobre el que occidente ha cimentado conceptos como el del yo, que tanto hará reflexionar a nuestro autor.

La ironía en los escritos de Borges tiene varias características formales; Gutiérrez Girardot distingue: la alusión, la movilidad, la desfiguración y la excentricidad, no entendida en términos sociológicos ni psicológicos. No obstante, consideramos que estos rasgos y otros se agrupan en la parodia como la expresión más adecuada de la ironía. La etimología de parodia nos da luces sobre este proceder borgeano; para y ôde, es decir, contra canto. No es otra cosa lo que el bonaerense realiza en sus escritos. Sí, la tradición es la gran protagonista de la obra borgeana, pero no para apologarla sino para narrarla a contrario, para jugar con ella, para satirizarla, caricaturizarla, en fin para parodiarla. La ironía, es en Borges, el mecanismo que le permite ponerlo todo patas arriba. Ya que él es consciente de que solo así, ironizando nuestra realidad y cultura, es posible desordenar nuestra tradición para que encontremos nuevas puertas de sentido y por consiguiente tengamos futuro. Observemos solamente un detalle en los cuentos que escribe su bifronte seudónimo de Honorio Bustos Domecq, en “Seis problemas para Don Isidoro Parodi”, apellido por lo demás bastante significativo. En la mayoría de los relatos policiacos el detective es una suerte de ser privilegiado; en estos relatos, por el contrario, asistimos a una colección de detectives extravagantes: un Lord exquisito, un ciego que a pesar de su discapacidad, todo el embrollo a resolver le es absolutamente claro y nada se le escapa, un gordo que nunca sale de su invernadero, y otros por esta misma línea. Pero lo más llamativo es que todos los casos de Parodi comienzan con el investigador preso, lo que constituiría para los lógicos una contradictio in adjecto.

Pero de todos los temas de nuestra tradición que son blanco de la ironía borgeana, es la metafísica occidental uno de sus preferidos. Cosmogonías, teodiceas, mitologías, herejías y teologías, forman una constelación alrededor y a través de los escritos del argentino. Muchos de sus textos están concebidos y escritos con el fin de parodiar las extravagancias que en occidente ha concebido, alimentado y cuidado, los amanuenses de “la larga noche de la metafísica”.

Veamos por ejemplo “Las tres versiones de Judas”. El traidor más famoso de las historia de occidente en manos de Borges es pretexto para el desmonte de la visión de mundo cristiana que pretende dejar al hombre sin posibilidades, ante la disyuntiva maniquea de negro o blanco, de bueno o malo. Por el contrario en el texto se nos proponen, no dos sino tres versiones del apóstol de Cristo. La primera de ellas es de carácter teológico, influenciada por el gnosticismo de Carpócrates. Judas había sido el único discípulo que intuyó la divinidad de su maestro y por tanto comprendió que su papel en “la economía de la redención”, debía ser el de traidor: “El verbo se había rebajado a mortal; Judas discípulo del verbo, podía rebajarse a delator” (P. 515.) según esto el Iscariote fue el discípulo más fiel a su maestro.

Una segunda versión es de carácter moral y consiste en que Judas fue el asceta máximo ya que decidió mortificar eternamente su alma para beneficio de su rabino, renunció a cuanto bien y gloria ofrecía su condición al lado del predicador galileo para que este alcanzara sus objetivos: “Pensó que la felicidad como el bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres.” (P. 516.) Judas obro con total humildad y abnegación. Finalmente, se nos propone una tercera versión bastante inquietante, la de que el verdadero salvador fue Judas, Dios se hace hombre pero escoge el cuerpo de Judas para llevar a cabo su misión: “Para salvarnos pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas.” (P. 517.)

Además de las anteriores versiones podríamos ubicar una versión cero que es la que todos conocemos, la de Judas como traidor. Existirían también, para seguir con el juego borgeano de las bifurcaciones, de la existencia como laberinto, la versión de Judas en: “El evangelio de Judas”; así como las versiones judías sobre que Judas fue un escogido por los sumos sacerdotes del templo para despojar a Jesús del nombre de Dios, del cual se había adueñado de manera fraudulenta. Tendríamos entonces no solo tres sino cuatro y hasta seis versiones de Judas. Borges como vemos parodia la versión original, la cuestiona sobre sus supuestos de verdad, y cual prestidigitador saca pañuelos de diversos colores de su manga. El argentino se toma la tradición por asalto y deconstruye el modelo dicotómico occidental utilizando la ironía como su principal herramienta.

Otro ejemplo fundamental, para ver la ironización de la metafísica por parte de Borges y su escepticismo como manera de concebir la realidad, la tenemos en el texto, “Fragmentos de un evangelio apócrifo.” Analicemos tres de ellos, para observar cómo opera este parodiar ironizador dentro de su desmonte de la metafísica dualista instaurada largo rato en occidente.

En el fragmento 16, nos dirá: “No hay mandamiento que no pueda ser infringido, y también los que digo y los que los profetas dijeron.” La referencia del argentino al decálogo de los cristianos es directa, esto en consonancia con su escepticismo, ya que son precisamente los diez mandamientos uno de los últimos burladeros del universalismo. Siempre y cuando constituyen normas morales aplicables en toda circunstancia e independientemente de los sujetos y las sociedades.

Es por esto que Borges será categórico al afirmar que todos los mandamientos se pueden infringir, incluso los que él mismo está planteando en el escrito, toda vez que como nos lo enseñó Nietzsche la moral es idiosincrática, es decir, la moral es más una manera de desear que una forma de actuar. Lo anterior nos lleva a concluir que en últimas, nuestras decisiones no son otra cosa que apuestas hechas a determinados paradigmas[4] de existencia. Por esto se debe poner en evidencia la última de las grandes cartillas metafísicas. En un mundo signado por la metáfora de lo líquido, al decir de Bauman, se nos presenta bastante improcedente, al menos en un noventa por ciento, el legado mosaico, siempre y cuando en la actualidad algunos apostamos por ontologías otras.

En el fragmento 34 leemos: “Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar…” En una sociedad donde el catecismo nos ha escindido los fines de los medios, donde no se nos ha enseñado a hacer el bien porque es lo deseable sino por temor a lo que podamos encontrar más allá, la afirmación borgiana es bálsamo saludable. En nuestra vida más que encontrar certezas nos la pasamos buscando posibilidades.

Lo importante no es encontrar, el mismo verbo nos pone de plano en la parcela de los universales, lo fundamental es la búsqueda por la búsqueda misma, es ese andar a la enemiga, como decían en otra parte, lo que nos brinda futuro, en la medida que nos abre puertas de sentido. Por esto, en la actualidad la palabra certidumbre, posee cierto tufillo de anacoreta jubilado, ya lo dijo Rorty: “a lo sumo somos honestos”.

En el último de los fragmentos el 51, nos encontramos con una frase rotunda y esclarecedora: “Felices los felices.” Frente a un evangelio de cruz y sufrimiento, Borges nos pone de frente la Eudaimonia, la felicidad como verdadero fin de nuestra existencia, “Como Montaigne, la divisa de Borges podría haber sido: je ne fais rien sans gaité.”[5] Como es natural en el rioplatense, su escepticismo le había hecho escribir un poco más adelante que no creía que los actos de los humanos fueran merecedores del infierno o del cielo; esta, es una actitud mucho más tranquilizante. También por esto Borges nos propondrá una opción diferente a la metafísica del sufrimiento. Es esta misma razón que invita a la alegría de la existencia por la que Borges, quien se ufanaba de las páginas que había leído, se concebía como alguien que leía por placer, “Soy un lector hedonista- escribió alguna vez-: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo, ni compré libros- crasamente- en montón.”[6] Es Borges un lector feliz y por lo tanto agradecido.

En estos fragmentos, además de lo comentado hasta aquí, se deja notar una característica peculiar del bonaerense, esta es su economía escritural. Enrique Vila Matas llama la atención sobre este particular y afirma que Borges realiza una literatura y una filosofía portátiles, por esto su pensamiento aforístico, forma que es bastante adecuada para la ironía. Podemos afirmar que Borges más que un pensador es un provocador, un polemista; quiere darnos que pensar.

En este punto se hace necesario proponer una consideración fundamental dentro del quehacer de J.L. Borges con la literatura y la filosofía. Nuestro autor utiliza la literatura como laboratorio filosófico. En su escritura se mezclan de manera cadenciosa los dos discursos. Borges es un demiurgo que crea mundos posibles partiendo de presupuestos filosóficos, llevándolos, no pocas veces, a sus vertiginosas consecuencias.

Observemos uno de los relatos de Borges más conocidos, “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius.” Este cuento es el laboratorio de alquimia de este escritor hecho de páginas y tinta. En él crea un mundo y lo dota de una fisionomía epistémica, si se nos permite la expresión. Tlon, es un mundo basado en la psicología, tiene un geografía propia y su lengua no posee sustantivos, “Hay verbos impersonales calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar.” (P. 101.) La geometría de este lugar tiene dos disciplinas: la visual y la táctil. Tlon, es un mundo donde existe una preeminencia del tiempo, mas no el tiempo espacializado que occidente posee, sino a la manera en que algunos filósofos pre-platónicos concebían el universo.

Vemos como Borges ejercita en su laboratorio literario el Imago mundi de los alquimistas para crear mundos y sociedades inquietantes, delirantes, vertiginosas o simplemente mundos otros como el de “La lotería de Babilonia” en donde el azar ha permeado todos los espacios, momentos e intersticios de la vida de los habitantes de aquella Babilonia borgeana. Este utilizar la literatura como laboratorio es precisamente uno de los mecanismos narrativos de Borges para desmontar la visión universalista, metafísica y diádica del occidente cristiano que ha construido nuestra visión de mundo diametralmente opuesta a la de Tlon. Nuestro mundo está cimentado sobre lenguas que tienen como base el sustantivo, se basa en la física y la biología antes que en las esferas internas del ser y la psicología, nuestra geometría es euclidiana, léase espacial, y no táctil. Por esto hemos entendido el universo como algo material y espacial antes que temporal.

Esto lo logra también mediante las alusiones constantes a referentes de la tradición filosófica o bíblica mencionemos solo un libro de Borges que está plagado de estos guiños; “Elogio de la sombra”, en el encontramos los ya mencionados “Fragmentos de un evangelio apócrifo” pero igualmente tenemos a: “Juan, I, 14. Heráclito. El laberinto. Israel. Leyenda. Una oración” etc. Todos textos donde alude a las tradiciones antedichas. El título mismo es un homenaje y un plagio del libro de ensayos sobre el arte japonés publicado en 1933 por el escritor Juníchiro Tanazaki en el cual compara nuestro gusto por lo luminoso y prolijo en contraposición con el gusto oriental por lo tenue, las sombras y lo envejecido.

Una de las consecuencias de todas estas negaciones, de las puestas en cuestión de la tradición, de la ironía como expresión narrativa que da cuenta del escepticismo esencial del autor, es la ubicación de Borges y su obra en el orden de lo lúdico. Él juega con conceptos filosóficos, teológicos, matemáticos y hasta con el folklore argentino dentro de su literatura. Es un niño, en el sentido nietzscheano, que se divierte armando edificios de conceptos para luego hacer funambulismo con ellos en sus manos. En Borges “el juego no es, sin embargo, huida de la realidad, ni tampoco creación cerebral, sino un momento constitutivo de la existencia humana: por eso las negaciones de Borges, o si se quiere, su nihilismo, no son un rechazo del mundo, sino un modo positivo de conocerlo y de vivir en él.”[7] Por esta razón Borges nos dirá en el final de “Nueva refutación del tiempo”: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho, el tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río… El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.” (P. 771.) Vemos como el juego borgeano no es huida de la realidad sino más bien gozosa resignación.

Es este jugar la actitud más profundamente filosófica de Borges. Sobre este particular nos dirá Fernando Savater:

Spoudaios paizein: jugar en serio. Con esa expresión curiosa, casi tierna, inquietante al repensarla, caracteriza Platón el quehacer filosófico. Del juego tiene la filosofía su carácter no instrumental, la ligereza de cuanto se sustrae momentáneamente a los afanes de lo necesario y la supervivencia, un cierto punto incluso de irresponsabilidad y petulancia, el empeño en crear maquetas a escala para luego experimentar con ellas de modo delirantemente riguroso: el filósofo es en una sola pieza la rata, el laberinto y el observador que toma notas (pero si un niño se cuela en el laboratorio, cuando se encuentre con ese laberinto y la rata mareada en él, ¿acaso no lo tomará por un juguete estupendo?)[8]

Esto es precisamente lo que hace Borges; juega en serio, armando mundos para experimentar con ellos, es un niño travieso y como ellos, juega no para distraerse sino para concentrarse.

Para finalizar, debemos llamar la atención sobre un aspecto capital en la puesta en cuestión de nuestra tradición metafísica dentro de la obra de Borges. Este aspecto tiene que ver con la relación que en occidente tiene el lenguaje y la metafísica, toda vez, que esta última se sostiene sobre un andamiaje elaborado con el primero. La simbiosis lenguaje - metafísica no es ajena a Borges, por lo que tal relación se verá reflejada tanto en la vida como en la obra del argentino. Pero no un reflejo cualquiera, sino que adquirirá contornos particulares como todo lo borgeano.

Esos contornos particulares no pasan desapercibidos para el premio Nobel sudafricano, John Maxwell Coetzee, al leer al bonaerense. En uno de los ensayos de su libro “Costas extrañas” afirma:

Borges siente con pasión el gnosticismo- la idea de que el Dios último está más allá del bien y del mal y, por tanto, se encuentra infinitamente lejos de su creación-, pero la idea del miedo que informa su obra posee una base más metafísica que religiosa. Hay atisbos vertiginosos del colapso de todas las estructuras de significado, incluido el propio lenguaje, presentimientos deslumbrantes de que el propio yo que habla carece de existencia real.[9]

Ese colapso del lenguaje, al menos del lenguaje apodíctico de raigambre aristotélica, Borges no solo lo intuye sino que lo prueba en su laboratorio, lo induce. Su obra está plagada de referencias al lenguaje y su dinámica en nuestra existencia: El nombre de Dios puede estar en las manchas del jaguar, en “El inmortal”, Homero y los demás inmortales han renunciado al lenguaje, el cual va recuperando poco a poco en su interacción con el protagonista del cuento; uno de sus cuentos más conocidos, “El Zahir”, surge a partir de su reflexión sobre las consecuencias de la palabra inolvidable y la posibilidad de que en la vida existiera un objeto que no se pudiera olvidar. Pero en donde mejor vemos este desmonte del lenguaje occidental es en “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”; la explicación del lenguaje de Tlon basta para darse cuenta de ello. Este “giro lingüístico” que tiene lugar en la obra borgeana corresponde a la conciencia que Borges tiene del mismo y a la certeza de que nuestra metafísica está cimentada sobre una concepción particular del lenguaje; por lo tanto, el rioplatense sabe que para deconstruir esa metafísica se debe poner en cuestión el lenguaje mismo, mediante la ironía y la construcción de mundos otros.

No es difícil colegir que Borges, consciente o no, proponiéndoselo o no, se adelanta en Latinoamérica a muchas de los conceptos y reflexiones del giro lingüístico y de la filosofía post-metafísica. Borges aunque heteróclito en sus inclinaciones filosóficas, no es caprichoso, ni gratuito en sus razonamientos. Del hijo de Doña Leonor Acevedo podemos decir lo que él afirmo de Wilde: “Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón.” (P. 692.)

Jorge Luis Borges nos propone una metafísica otra, una que al contrario de la aristotélica – cristiana no tenga su punto de equilibrio más allá de lo físico sino que por el contrario parta de lo material. Borges dota de estatuto ontológico a lo cotidiano: En un punto de la escalera de un sótano está la totalidad del universo, una moneda que es inolvidable, un tomo de una enciclopedia que solo se encuentra en la biblioteca de un amigo en el que se describe un mundo desconocido, una lotería que interviene en la existencia de toda una nación, un joven campesino que posee una memoria perpetua; los ejemplos serían infinitos, si los yahoos de Borges tienen razón al creer que el infinito comienza en el cinco. Lo fantástico aparece en el argentino como un intersticio de la realidad. La imaginación en Borges no consiste en creer en la realidad de lo asombroso, sino en asombrarse de la realidad. Esta es su metafísica.



[1] Citado por, REINOSO C, Sara. En: Borges y la ironía esencial. http://sara-canelo.blogspot.com/2006/12/borges-y-la-irona-esencial.html#_ftn4, consultado el 23 de octubre de 2009.

[2] IBID.

[3] BORGES, Jorge Luis. Obras Completas. Emecé. Buenos Aires, 1974. En adelante todas las citas de los escritos de Borges serán tomadas de esta edición.

[4] Paradigma en el sentido que lo entiende Khun. “Un paradigma es un léxico.”

[5] SAVATER, Fernando. Borges: la ironía metafísica. Editorial Ariel. Barcelona, 2008. P. 31.

[6] Citado por: ESPINOSA, Germán. Borges, maestro de la crítica. En: La elipse de la codorniz. Ensayos disidentes. Editorial Panamericana. Bogotá, 2001. Pp. 68 – 69.

[7] GUTIERREZ GIRARDOT, Rafael. Jorge Luis Borges. El gusto de ser modesto. Editorial Panamericana. Bogotá 1998. P. 78.

[8] Op. Cit. Savater. Pp. 98 – 99.

[9] COETZEE, John Maxwell. Costas extrañas. Editorial Debate. Buenos Aires, 2005. P. 182. El subrayado es nuestro.

jueves, 29 de octubre de 2009

EL VIAJE: ARQUETIPO, SÍMBOLO Y CRONOTOPO EN “LA CENIZA DEL LIBERTADOR” DE FERNANDO CRUZ KRONFLY.

“Nuestras vidas son los ríos

Que van a dar en la mar

Que es el morir:

Allí van los señoríos

Derechos a se acabar

Y consumir…”

Jorge Manrique

“Y cuando llegue el día del último viaje,

Y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

Me encontrareis a bordo ligero de equipaje,

Casi desnudo, como los hijos de la mar.”

Antonio Machado.


Entre 1302 y 1307 Dante escribe “Il convivio”, uno de los primeros ensayos en occidente sobre la lectura, en esta obra el florentino expone cuatro posibles modos de interpretar una obra literaria, es decir, posibles lecturas. La literal, la alegórica, la moral y la anagógica. Esto lo planteaba el autor de una de las obras sobre el viaje, más famosas que bajo este cielo ha habido. Vemos que desde el comienzo del siglo XIV se consideraba un nivel alegórico, simbólico, de la obra estética literaria. Es este nivel de lectura el que nos interesa en las presentes líneas, toda vez que consideramos que es el símbolo y el manejo que se le da al mismo dentro de la obra en cuestión lo que, entre otras características, dan a esta novela una especial estatura literaria.

Ahora bien, para adentrarnos en la realidad simbólica de esta obra es necesario que tengamos en cuenta algunos conceptos teóricos que nos indicarán caminos de sentido en nuestra indagación. El primero de ellos es el de arquetipo, que en este caso lo definiremos de la mano del profesor Jean Chevalier, quien nos dice: “Los arquetipos serían… prototipos de conjuntos simbólicos, tan profundamente inscritos en el inconsciente que constituirían una estructura… están dentro del alma humana como modelos preformados, ordenados y ordenadores.”[1]

En este sentido de ordenados y sobre todo, de ordenadores es que nos encontramos en “La ceniza del libertador”, al viaje como el gran arquetipo. La novela comienza con una frase a la vez lapidaria y esclarecedora de la condición de viajero de su protagonista: “Su excelencia ha decidido partir para siempre.”[2] De esta manera el viaje comienza a proponérsenos dentro de la obra como la gran tematización que articula dentro de sí, múltiples realidades simbólicas, como veremos más adelante. Por ahora, darnos cuenta de la realidad arquetípica del viaje dentro de la novela nos permite comentar la estatura intelectual de su autor.

El viaje como motivo literario en occidente, se puede rastrear desde el libro del éxodo, en el cual el pueblo de Israel viaja durante cuarenta años en el desierto hasta encontrar la tierra prometida. Dentro de la cultura greco-latina tenemos más de un referente: Odiseo, Jasón y los argonautas, Eneas, la muerte misma era entendida como un viaje al Hades, no obstante antes de entrar en él se debía cruzar el río Estigia en la barca de Caronte, conductor ciego, por demás. Finalmente encontramos a Orfeo y los rituales que de este mito se desprenden en las sectas gnósticas de los primeros siglos de nuestra era común. Vemos en estos ejemplos la línea y raigambre literaria en las que este escritor de Buga, entronca su novela.

Como dijimos anteriormente y para entrar en materia, el viaje es el gran arquetipo de la novela. El mismo autor en entrevista concedida al profesor Orlando Mejía para la edición aquí comentada afirma que “la metáfora que más se acerca a la realidad de la vida humana es la del viaje” (P. 43). El texto es rico en marcas textuales sobre el viaje, constantemente el protagonista está repitiendo: “Vámonos, vámonos muchachos que aquí nadie nos quiere” (P. 113), el narrador extra-hetero diegético nos va a decir en el capítulo uno: “El viaje es ahora un hecho que surge de la nada y cuya materia no es más que cada instante que pasa.” (P. 63) De igual manera vemos en las ansias constante de correr del libertador un anhelo de huida. El relato mismo de la novela es, por una parte, el viaje físico de Simón Bolívar desde Honda hasta Bocas de Ceniza y por otra el viaje hacia su pasado por medio del delirio y la ensoñación, motivos estos que toman materialización en el fuerte símbolo de la ventana, pero esto sería motivo de otra reflexión. Es claro que el viaje articula y estructura una realidad profundamente simbólica dentro de la obra y al mismo tiempo la pone a dialogar con la tradición. Sin embargo, el viaje en tanto arquetipo encuentra su concreción en una serie de símbolos y estos a su vez pueden agruparse en dos grandes conjuntos que funcionan como constructos narrativos, acaecidos en un tiempo y un espacio determinados dentro de la obra; lo anterior nos lleva a definir nuestra noción de símbolo y a formar estos grupos según la categoría que Bajtín denominó cronotopo.

Comencemos citando al ruso: “En el cronotopo artístico tiene lugar la unión de los elementos espaciales y temporales en un todo inteligible y concreto. El tiempo se condensa aquí, se comprime se convierte en visible… y el espacio a su vez se intensifica, penetra en el argumento del tiempo, del argumento, de la historia.”[3] Esto es, que en el concepto de cronotopo se unen las dimensiones de la temporalidad y la espacialidad del relato, así, dentro de las narraciones existen elementos o circunstancias en que se unen el tiempo y el espacio constituyéndose en nodos desencadenantes de significaciones o del relatar mismo.

Dentro de “La ceniza del libertador” y con respecto al viaje como arquetipo podemos identificar dos grandes cronotopos. El primero de ellos el cronotopo del VAPOR, es esta embarcación, mezcla entre vapor y champán en el que se desarrolla toda la obra; así se nos describe este navío híbrido:

… les fue entregado un champán aventajado de tamaño, aunque visiblemente inapropiado para la categoría del huésped. Sin embargo a ese champán le fueron abiertas tantas ventanas y puertas como se estimó necesario. Se forraron en zaraza sus interiores para transformarlo en algo parecido a un ropero. También se alfombraron algunos reservados improvisados, se instalaron mesas y asientos tanto en el comedor, como en pequeñas salas y recintos íntimos y, finalmente, se adecuaron tanto una caldera de regular potencia como dos chimeneas elevadas, hasta obrara el milagro de convertir un simple champán en una embarcación a vapor… En la proa su puso la rueda giratoria y atrás, colgando en la popa, el ancla de hierro. Todo un mes largo se debió emplear en aquella misteriosa metamorfosis. (P. 60.)

Pero esto solo es la parte de abajo, arriba, entre pus y papel, entre música de contradanzas y rumores de conspiración viaja la tripulación. Es este vapor la patria misma que viaja metamorfoseada; arriba los colegiales de San Bartolomé bailando y abajo el Libertador hacia su exilio final, su muerte.

El otro gran cronotopo es el RÍO, enorme metáfora de la existencia misma que viaja hacia su final. En el río grande de La Magdalena, Bolívar se reencontrará con su pasado personificado en múltiples conocidos. En ese mismo cauce vera los restos del Libertador que encalló a mitad de su viaje en un promontorio e irá perdiendo sus certidumbres a medida que desciende. “Avanzo por el río rodeado de enigmas, ciego. Voy, pues, en manos de la suerte.” (P. 272.) Escribe el 20 de mayo al personaje de Uldarico quien le ha escrito una carta.

Sin embargo estos cronotopos, como dijimos, agrupan algunos símbolos y en esa medida es menester para que comprendamos mejor el arquetipo del viaje como elemento ordenador del relato que desagreguemos cada uno de los primeros, no sin antes y para traer agua a nuestro molino, haber definido de manera clara lo que entendemos por símbolo. A mediados del siglo pasado algunos estudiosos van a proponer el paradigma de la mito-crítica para la investigación en el campo de la cultura. Uno de ellos, el profesor Gilbert Durand, se ocupará de manera especial del concepto de símbolo; es desde la teorización del académico francés de donde tomaremos algunas definiciones. Él nos dice que “el símbolo, como la alegoría, conduce lo sensible de lo representado a lo significado, pero además, por la naturaleza misma del significado inaccesible, es epifanía, es decir, aparición de lo inefable por el significante y en él.”[4] Y Cassirer citado por Durand nos dirá que “un signo es una parte del mundo físico del ente; un símbolo es una parte del mundo humano de la significación.”[5] Lo anterior nos deja entender como el símbolo por su misma naturaleza no solo nos significa sino que nos abre puertas de sentidos otros con respecto a nuestra realidad, es epifanía, además de ser algo característicamente humano, en la medida en que solo los humanos tenemos posibilidad de significación.

Volvamos a traer los cronotopos. Diremos que el primero de ellos, EL VAPOR, se encuentra articulado por tres grandes símbolos. En primera medida la ceguera. Recordemos que la tripulación ha contraído una grave enfermedad de los ojos, cuando el ayudante del capitán se retira la mano de los ojos el narrador nos dice: “Rotos, estoraque en la cuenca de los ojos, ventanas vacías, despobladas de toda soberbia, de toda imagen en el espejo, de cuanta ruina.” (P. 351.) El capitán nos recuerda a Caronte en la medida que también sufre del mismo mal y guía la nave hacia el averno.

Por otro lado tenemos la situación – símbolo, bastante bachelardiano, del arriba y el abajo. Como ya se dijo el vapor representa la nación, en la parte superior parece que no solo viaja la tripulación sino también los leguleyos de la patria, aquellos que le habían arrebatado la gloria al Libertador, los niños de San Bartolomé; el mismo Bolívar exclamará: “-¡Abogado a bordo! ¡Abogado a bordo! ¡Como si este miserable vapor fuese la misma patria!” (P. 105.) Abajo irán los acompañantes del Caballero de Colombia y él mismo muriéndose, nada más representativo de esta situación que el mantel sudario que cada vez que comen aparece lleno de rotos. El último símbolo, y si se quiere hipotexto, con el que se relaciona este cronotopo del vapor es el de la nave de los tontos, stultifera navis, la obra satírica y moralista publicada en 1494 por el teólogo Sebastián Brant. El vapor, como la nave del alsaciano, es igualmente una colección de tipos: el coronel Santana un militar mal oliente que solo con moverse enrarece el aire, el cocinero negro con ojos de diferente color, un abogado que aparece en bata roja y un bicho raro que viene del futuro y toma cerveza, así como la lista de personajes que acuden a la citas febriles de su Excelencia.

El otro cronotopo, el del RÍO también lo podemos caracterizar en tres símbolos. Una primera instancia es el viaje por el río hacia el infierno, el libertador viaja al encuentro con la muerte, por esto su barquero, como se planteó, es ciego, por esto le han arrebatado su gloría: “¡Mi gloría, mi gloria! ¿Porqué la destruyen?” (P. 69.) Murmurará en sus delirios. La otra realidad simbólica es su ansiedad por llegar al océano que como sabemos es el lugar de los muertos. El libertador quiere vomitar; nos dirá el narrador: “Su Excelencia va camino de la mar. Solo desea la mar, el olvido que el hastío busca, el brillo del vidrio adentro, la casa en orden y el vómito.” (P. 59.) Pero Bolívar quiere vomitar atrabilis, no otra cosa. Recuerde el lector que este líquido negruzco solo se segrega después de muerto, es decir, el libertador es consciente de su viaje al océano a morir.

Finalmente encontramos el río como gran símbolo heracliteano, ya lo mencionábamos al referir la entrevista que el profesor Orlando Mejía le realizará al escritor y la consideración del viaje, por el autor, como metáfora perfecta de la vida. Pues bien, el río es la existencia, el protagonista de la novela nos hablará “de esa corriente que llaman la vida” (P. 384.) Bolívar a medida que el viaje transcurre irá envejeciendo como en su vida misma, el narrador al final del capítulo dieciocho afirmará: “La cabeza de Su Excelencia es ahora más blanca que al comienzo del viaje.” (P. 236.) El río grande de La Magdalena es ante todo el gran símbolo del viaje de la existencia del libertador hacia su fin.

Nos damos cuenta como estos dos cronotopos, el del VAPOR y el del RÍO se unen para configurar todo el relato de Cruz Kronfly, uniendo en un solo constructo, historia, destino, viaje, existencia; en el capítulo nueve leemos:

Una gran franja anaranjada se insinúa en el oriente, rayón de luz como de frutas que chorrean, lámpara de todos los días. Es que termina la primera noche a bordo. Noche misteriosa, confusa, borrón sin límite entre lo verdadero y lo soñado. ¿Acaso lo soñado no es también lo verdadero? Quizás, si, cierto, señor. Pero las máquinas que braman en la bodega, la rueda de aspas que gira en la proa no son cosas soñadas señor. Son mecanismos verdaderos que empujan el navío, que lo arrastran con su cascarón hacia su destino. (P. 137)

Pero esta unidad solo se logra mediante el símbolo y su fuerza semántica y heurística. En la medida en que el símbolo como parte del rito sirve como mecanismo de actualización de nuestros mitos. Como nos lo dice el profesor Fabio Martínez con respecto a la cita anterior: “Así, la imagen de la barca de Caronte vuelve a aparecer en la rueda de la historia, pero esta vez ya no entre los griegos, los etruscos, los bretones o los hindúes sino en el corazón de nuestra cultura.”[6] Rueda de la historia, Caronte, etc. Todos mitos y símbolos de nuestra cultura occidental.

Pero el viaje del libertador es, igualmente, el viaje hacia el exilio. Los señoritos del colegio de San Bartolomé lo habían despojado de su gloria liderados por Santander. Bolívar, afligido e indignado se dispone a partir de la patria hacia Jamaica o Francia. El caballero de Colombia parte hacia el exilio, mitad provocado, mitad auto impuesto. Dentro de la obra esta condición del ostracismo se encuentra en estrecha relación con el símbolo de la ceguera que anteriormente habíamos comentado dentro del cronotopo del vapor. Barco, ceguera y viaje se unen cuando el tripulante, Florentino, abre la pequeña ventana y en medio del diálogo afirma: “… el curso del viaje es más veloz que el curso de la enfermedad.” (P.352.)

Esto lo dice con respecto a la enfermedad que está minando los ojos de toda la tripulación. La condición del ciego y del exiliado es bastante parecida en la medida en que ambos se encuentran en una situación de extrañamiento con respecto a su entorno vital. En occidente estas condiciones se han visto igualmente desde un prisma poético. El argentino Luis Alberto Ambroggio, en su libro “El exilio como condición poética” nos dice: “Ser poeta es estar lejos, lejos incluso de uno mismo. Como la ceguera – atribuida o real – de los poetas antiguos, el exilio, en su más amplio sentido, permite al poeta despegarse de la realidad, desterrarse, para entrar en el corazón de las cosas, recrearlas y solo así expresarlas con devoción.”[7]

Los símbolos hasta aquí comentados constituyen, si se los sigue dentro de la obra, una posibilidad epifánica de lectura, en la medida en que nos abren puertas de sentido, así como nuevos caminos hermenéuticos para un primer acercamiento al texto o si se quiere una relectura de “La ceniza del Libertador” de Fernando Cruz Kronfly. Desde ellos podemos propiciar diálogos entre la obra y la tradición, entre la novela y la cultura, entre otras lecturas[8] y la propia o simplemente entre esta gran narración y nuestra condición humana.

Para finalizar, solo nos resta decir que el gran símbolo de la obra es Bolívar, en él se aúnan la gloria y la desesperanza, el triunfo y la desgracia. El libertador de la novela de Kronfly, es, en suma, la materialización poética de lo paradójico de la existencia humana. El mismo autor afirma que, “La ceniza del libertador, aunque sea una novela sobre Bolívar, es mucho más una novela a través de Bolívar.” Al de leer de manera “agónica” esta novela queda en el aire la inquietante certidumbre de que toda conquista es, de igual manera, el relato de una gran nostalgia.

C.C.B.



[1] CHEVALIER, Jean. Diccionario de los símbolos. Editorial Herder. Barcelona, 1988. P. 20.

[2] CRUZ KRONFLY, Fernando. La ceniza del libertador. Editorial universidad de Caldas. Manizales, 2008. P. 57. En adelante todas las citas sobre esta obra serán tomadas de la misma edición.

[3] BAJTÍN, Mijaíl. Teoría y estética de la novela. Editorial Gredos. Barcelona 1988. P. 120.

[4] DURAND, Gilbert. La imaginación simbólica. Amarrortu editores. Buenos Aires, 2000. P. 14.

[5] IBID. P. 9.

[6] MARTINEZ, Fabio. El viajero y la memoria. Editorial Universidad del Valle. Cali 2005. P. 192.

[7] Citado por: PINEDA BOTERO, Álvaro. En: la esfera inconclusa: novela colombiana en el ámbito global. Universidad de Antioquia. Medellín, 2006. P. 21.

[8] Por otras lecturas entiéndanse teoría y crítica especializadas.

miércoles, 8 de julio de 2009

EL PLACER DE LAS PALABRAS.

En un lugar de mi biblioteca (qué diría Cervantes) Savater afirma que desde el neolítico, y yo creo que en esto se queda corto, los seres humanos se dividen en dos y solamente en dos clases. Las cuales son, si Platón no nos engaña, los que creen que las palabras son el universo entero, la vida misma y los que creen que las palabras son meramente la sombra de la realidad, un reflejo de la existencia; de tal suerte que los últimos hablan su vida y los primeros viven su habla.

Pues bien, yo pertenezco a la tribu de la palabra, parafraseando a Sartre, estoy condenado irreductible e irremediablemente a la palabra como única posibilidad de existencia. He de aclarar, y esto para beneficio de mis detractores que en mi caso el lenguaje no es ninguna vocación y mucho menos una opción deliberada es mas bien una suerte de destino, lo cual, de hecho, me exime de cualquier mérito y por supuesto de alguna responsabilidad.

Que el devenir me haya hecho verbal se lo debo quizá a un momento entre los seis y los siete años de edad. Temporada en la que algunos seres de nuestra especie nos volvemos obsesivamente preguntones. Por esta razón y para evitarse la molestia de dejar de lado la preparación de clase, dedicándose a responder las inquietudes de su hijo, mi madre me regaló una serie de libros que de manera muy apropiada, para mi caso, se llamaban, “Preguntas y respuestas”. No puedo dejar de aclarar que seis de los doce tomos que componían la serie aún los conservo en los estantes de mi biblioteca.

Lo cierto es que yo me fascine con los tales libros. No obstante, después de algunos pocos días hice a un lado los libros de botánica, física, meteorología etc. (Que entonces no llevaban esos títulos pero que hoy se que tocaban estos temas) para dedicarme a la constante relectura de dos de ellos: “El libro de los pueblos y El libro de los exploradores”. Así comencé a imaginarme a Marco Polo en la corte de Kublai Kan, a creer que era parte de la expedición de Eric el rojo que descubrió Groenlandia y a entablar ficticias conversaciones con gente de los más lejanos y exóticos pueblos; de esta manera fue como “el rayo fulminante de la palabra me derribó de una vez por todas del caballo de la realidad”.

Para no faltar a la verdad he de admitir que ningún roce, murmullo o caricia me han hecho gozar con tanta intensidad como la palabra. Un verso bellamente hecho, una frase afortunada, una etimología, una nueva palabra producen en mi verdaderos retortijones sensuales. Es cierto que algunas personas miden su fortuna en yates, casa con cuatro piscinas, carros último modelo, fiestas en Ibiza o el precario cheque que reciben a fin de mes, pero de que sirve ser dueño y señor del mundo entero si cuando uno abre la boca lo único que uno puede citar son la revista semana y el horóscopo.

Cuanta razón tenía Aristóteles cuando afirmó allá en el trescientos antes de Cristo que “lo más grande con mucho de todo es ser dueño de la metáfora; es lo único que nadie puede aprender de los otros”, cuanta razón Baudelaire en sus “correspondencias”. Cuanta razón Borges en el momento en que dijo que los libros son una de las opciones de felicidad que tenemos los hombres. Por lo demás lo único cierto es que el lenguaje nos da derecho a ponerlo todo patas arriba.