miércoles, 11 de septiembre de 2013

LOS INVENTARIOS DEL NAUFRAGIO.

LOS INVENTARIOS DEL NAUFRAGIO.
Por: Cristian Cárdenas Berrío.
“No es poca cosa ser capaz de contemplar las posibilidades de la propia destrucción para poder llevar adelante la controversia con lo desconocido”      George Steiner.

Toda conquista es, al mismo tiempo, el inventario de una gran nostalgia. Tal vez por esta razón los naufragios de las grandes armadas poseen la inminencia poética de algunos atardeceres. Para algunos autores el proyecto de la modernidad ha naufragado, para otros está en su atardecer y para algunos, como Chesterton, la diferencia entre el mundo antiguo y la modernidad, radica en que en la antigüedad se peleaba contra dragones y en la modernidad contra microbios.
Pero si aspiramos a comprender, de alguna manera, las arquitecturas de nuestro naufragio es necesario que ubiquemos conceptualmente la idea de modernidad. “La idea de ‘moderno’ se afianza, como es sabido, en la polémica francesa entre los ‘anciens’ y los ‘modernes’, a finales del siglo XVII” (Melo, 1998: P. 225) y parece que esta polémica fue uno de los motores del mito del progreso, tan caro a la modernidad.
A pesar de que la anterior afirmación del profesor Orlando Melo es del todo cierta, ya que es en la dialéctica que existe entre lo antiguo-conservador y lo moderno-liberal en donde se afianza el proyecto modernizador, es necesario que retrocedamos algo más en nuestra historia occidental para encontrar el germen de la modernidad. Como sabemos, el renacimiento constituye una ruptura con respecto a la cosmovisión feudal-medieval durante la cual primaba una perspectiva teocéntrica del mundo, así como una orientación comunitaria de todas las relaciones humanas. Esto hacía que se viviera en un estado de encantamiento; consistente, por un lado, en la preeminencia de una explicación supra-humana para dotar de sentido todo lo que rodeaba al sujeto medieval y por otro lado, la noción de comunidad, propia de un discurso eclesial que aspira a ser católico en el sentido etimológico de la expresión, que no permitía el ejercicio de razones subjetivas individuales que amenazaran tal concepto de común-unidad.
Como decíamos, el renacimiento va a romper con esta dinámica imponiendo frente al teocentrismo, el antropocentrismo y frente a la noción de comunidad, la de sociedad; esto hace que aparezca en escena un nuevo sujeto, el burgués, que se encuentra mediado por una racionalidad subjetiva y monetaria. Por lo tanto, las antiguas ideas de nobleza de sangre, de bien común y si se quiere, hasta del concepto de docta ignorancia que había acuñado la iglesia católica, comienzan a hacer aguas en favor de una nueva clase social, a la cual no le preocupan, ni le ocupan, las formas conservadoras de habitar el mundo. “El empresario burgués- nos dirá Von Martin- a diferencia del noble, pero también del labriego y del menestral de carácter medieval, es calculador, piensa racional y no tradicionalmente” (Von Martin, 1968: P. 23) Emerge entonces un nuevo individuo cuya profesión, para utilizar la expresión de Weber, es lucrar, y él, se hará responsable del nuevo mundo que está naciendo, haciendo uso de su razón, sobre todo de la mercantil.
Dentro de todos los cambios que se dan dentro de esta nueva dinámica existen dos que requieren de nuestra atención, sobre todo para los fines que este escrito se propone. El primero tiene que ver con la manera de ser, actuar y habitar esta nueva sociedad creada por los burgueses. Al contrario del mundo tradicional medieval, “El mundo burgués, visto en la perspectiva de la polis, con su simple realismo calculador, es un mundo ‘desencantado’, en cuyo mecanismo la mentalidad liberal del individuo trata de intervenir lo más metódicamente posible, cada vez más desvinculado de su pasado y cada vez más consciente de sus propias fuerzas.” (IBID: P. 14) Lo que aquí nos interesa sobremanera es la palabra, desencantado, usada por el sociólogo alemán para referirse al mundo burgués. Como se había planteado, el Medioevo era por definición un tiempo encantado, en la medida en que el ser humano encontraba explicación y consuelo en la idea de la divinidad, cuya huella encontraba en la totalidad de la creación. Pues bien, el individuo de la modernidad es un hombre desencantado, que sólo posee su razón y voluntad para enfrentarse al mundo y a sus imágenes, sin dioses; como plantea Marcel Gauchet en “El desencantamiento del mundo”: “Desde ahora, estamos condenados a vivir desnudos y en la angustia, situación de la que, en mayor o menor medida, habíamos sido preservados desde el comienzo de la aventura humana por la gracia de los dioses” (Citado por Dufour, 2007: P. 11)
El segundo tiene que ver con la aparición del individuo tal cual lo concebimos, hasta el siglo pasado. La noción de comunidad, mencionada arriba, imponía una dinámica en las relaciones humanas de la edad media que hacía que el deseo de estar sólo se viera como un signo de promiscuidad, demencia o posesión demoniaca. Esta visión del sujeto[1] medieval procede de la concepción católica de la Koiné griega, originaria del cristianismo primitivo, en el cual, se concebía a la comunidad de los fieles como una suerte de útero tibio donde todos velaban por todos y conocían todo de todos, es decir, que en estas comunidades cristianas no existía el concepto de intimidad o vida privada, propio de la modernidad. Dicha concepción, con un poco de más elaboración, imperaba aún en el siglo XII.
A pesar del panorama anterior, durante los siglos XI – XIII se comienza a gestar al interior de la sociedad europea un anhelo de individualidad, el historiador francés George Duby nos hablará de manera lúcida sobre la emergencia del individuo en estos siglos, proponiéndonos como puntos de fuga las figuras del anacoreta y el caballero andante, modelos, ambos, del proceso de individuación que se estaba desarrollando, toda vez que el anacoreta en su retiro místico en el bosque o el desierto y el caballero en su empeño de alcanzar renombre personal por medio de su solitario camino de aventuras, constituyen un primer atisbo del hombre moderno que se hace así mismo. Este camino de acercamiento del sujeto al individuo lo podemos ver de manera especial en las expresiones literarias. Durante los siglos aquí reseñados, tenemos tres elementos del panorama de las letras bastante llamativos y que nos dan la medida del momento que se vivía en aquella Europa.
En primer lugar tenemos la desaparición paulatina de aquello que Arnold Hauser denominó, “materia épica”, es decir, las narraciones que se transmitían de manera oral por los goliardos, juglares y cantores medievales y que pertenecían a la totalidad de la comunidad. En contraposición a esto vemos cómo algunos poetas comienzan a interesarse por el problema de la autoría. Allí está el Dante firmando su “Vita Nuova”, allí el clérigo Gonzalo de Berceo publicando “Milagros de Nuestra Señora” bajo la rúbrica de su nombre, allí el abuelo de Eleanor de Aquitania, Guillame de Poitiers escribiendo sus poemas de amor y plasmando en el final de tales escritos su firma. Un segundo aspecto es la eclosión del género autobiográfico que se puede rastrear desde Agustín de Hipona, hasta Abelardo y el francés Guibert de Noguet. Finalmente encontramos el auge de la novela hagiográfica y las novelas de caballería como modelos a imitar de las virtudes individuales, de esas dos grandes figuras, el  santo y el caballero.
Esta aparición del concepto de individuo encontrará su máxima expresión en el renacimiento - época en la cual se expide el acta de nacimiento de la modernidad - con los personajes de Shakespeare. En su tragedias sorprendemos al sujeto transformado en individuo y por tanto en interlocutor de sí mismo, obsérvese a Hamlet en la escena once del segundo acto monologando sin quien le escuchen así sea por accidente. Sobre esta característica shakesperiana Harold Blomm nos dirá:
Se nos muestra a Alys y al Bulero oyéndose a sí mismos por casualidad y abandono, respectivamente, el universo del juego y del engaño a causa de haberse oído por casualidad. Astutamente Shakespeare captó la idea, y desde Falstaff en adelante aplicó el efecto de ese escucharse casualmente a uno mismo, a todos sus grandes personajes, y particularmente a su capacidad de cambio. (Bloom, 2005: P. 58)

Los personajes del bardo de Avon se nos mostrarán como modernos en la medida que poseen capacidad de cambio, es decir, de asumir su destino como expresión de su ser individual. Este es precisamente, el segundo aspecto importante, además de la visión desencantada del mundo, la aparición no sólo de un nuevo ser humano burgués cuya clase social asuma como propio el proyecto de la modernidad, sino ante todo y fundamentalmente de la transformación del sujeto en individuo dueño de su destino y por tanto responsable ante sí mismo de sus acciones. Esta situación junto con “la reforma y la contrarreforma cierran… el primer preludio de la época moderna que será continuada por la cultura de la ilustración.” (Op. Cit. Von Martin, 1976: P. 132)

Será en el siglo de las luces cuando el individuo de la modernidad adquiera los contornos, que hasta hace poco según parece, le acompañaban. Por una parte tendremos el impulso de la filosofía Kantiana que va a declarar nuestra mayoría de edad y dará a luz al hombre guiado de manera exclusiva por el faro de su razón. La enciclopedia francesa terminará de curarnos de espantos y gripes metafísicas y el romanticismo alemán con su pasión por realizar el ideal subjetivo del hombre, nos dará en sus obras un espejo en donde mirarnos con plácida inquietud. La época moderna será, al decir de Berman, una época fáustica, toda vez que “El Fausto de Goethe… abre nuevas dimensiones a la moderna conciencia de sí mismo que emerge y que el mito del Fausto siempre ha explorado” (Berman, 1991: P. 29) en cuanto que esta obra es “la primera tragedia del desarrollo”. En adelante nos leeremos en el personaje del Dr. Fausto y tal vez, porque no, en el “Caminante en la niebla” de Caspar David Friedrich.

Pero, en el XIX, llegará quien nos lea. Charles Baudelaire en sus ensayos mostrará cuan contradictoria es la edad moderna, diseccionará al hombre de este siglo y hurgará los intersticios del alma de la modernidad. Mucha razón le asistía a Bandeville al afirmar que “Cuanto más seriamente se ocupa la cultura occidental de la cuestión de la modernidad, más apreciamos la originalidad de Baudelaire y su valor como profeta y pionero” (IBID: P. 130) Este poeta parisino, además de ser el primer cartógrafo de los contornos del individuo fáustico, fijará, proponiéndoselo o no, el programa y devenir de gran parte del arte hasta la vanguardia, con su texto, “El pintor de la vida moderna”.

Llegados a este punto y después de tratar de dilucidar el trayecto modernista, si se nos permite parafrasear la expresión de Gilbert Durand, es decir, aquello que va del sujeto medieval teocéntrico al individuo desencantado racional, es necesario plantear de manera explícita los fundamentos de le edad moderna, así como los “mitos” a los que dieron lugar. Esto es fundamental ya que requerimos identificar de manera clara por dónde comenzar el inventario de nuestro naufragio, ya sea para observar lo irreparable o para recuperar lo necesario.
En el texto arriba citado de Jorge Orlando Melo, este historiador antioqueño propone tres revoluciones o programas sobre los que se funda la modernidad; división que tomaremos en estas líneas. La primera es una revolución económica que como ya se planteó fue impulsada por los burgueses que impusieron una economía de mercado de tipo racional. La segunda es una revolución política que se dio en la medida que la nobleza de sangre como carta de presentación fue reemplazada por virtudes personales en los negocios o en los estudios; esto hizo que la nobleza con su sistema político de monarquías diera paso a las repúblicas liberales y a estados democráticos basados en el derecho. La tercera revolución fue cultural; el programa de la ilustración y la revolución francesa llevó a la laicización de la sociedad, lo cual tuvo como resultado la aparición de un sistema escolar emancipado de la iglesia, la brecha entre alfabetos y analfabetos se fue haciendo cada vez más estrecha y la aparición de la industria cultural de la imprenta democratizó el conocimiento, haciendo que los laicos pudieran acceder al mismo sin tener que pasar por el tamiz teológico. Los anteriores programas dan lugar a los tres grandes mitos que articulan la modernidad; el mito de la razón, lámpara única que rige lo humano, el mito del progreso, ya que al ser guiados por la razón el único camino posible y lógico es el del avance material y moral, y el mito de una historia que sería la encargada de contar las hazañas y el avance del género humano; historia, que como es apenas obvio, era la historia occidental.

Así, con este proyecto en mente, nos hicimos a la mar en las naves del progreso, de la historia y de la razón, en busca de la tierra que nadie nos había prometido, pletóricos de gozo pusimos la esperanza en los nuevos meta-relatos que articulaban nuestra existencia y nos hacían el ofrecimiento de ponernos sanos y salvos en la nueva tierra del futuro. No obstante, a comienzos del siglo pasado vimos, no sin asombro, que nuestras naves empezaban a agrietarse. En principio fue por algún acaso, luego con las guerras mundiales llegaría el acoso y finalmente en la segunda mitad de siglo comprendimos, horrorizados algunos, que probablemente estábamos asistiendo al ocaso de la modernidad.

Las grietas en las naves son de diferente calibre, profundidad y extensión. Nombraremos algunas como ejercicio de caracterización de  nuestra época actual. La primera de ellas y tal vez la fundamental, en la medida que parece que en ella se encuentra la génesis del naufragio, la constituye el hecho de que paulatinamente, durante el principio y sin ningún empacho en los días que corren, todo lo humano parece supeditarse a los intereses del proyecto mercantil del capitalismo burgués. El mismo proyecto ilustrado que propuso como eje de nuestra existencia el conocimiento, que abrió las escuelas a la totalidad de la población, que puso los productos de la cultura al alcance de todos y que quiso que nuestras relaciones sociales se basaran en los conceptos de libertad, igualdad, solidaridad, dignidad, tolerancia… cuando menos lo sospechó se vio dentro del torbellino de la mercadotecnia, cuyo lema es que el cliente siempre tiene la razón. De esta manera hasta los pensadores y escritores de moda se han convertido en una suerte de modelos ilustradas- en las ocasiones que ilustrados son- que saltan de la presentación del libro, al coctel, de allí a la cena, más adelante a la sesión de fotos y finalmente a la tertulia del conventillo literario del lugar donde se encuentran. Tenemos como resultado que el proyecto cultural de la modernidad fue absorbido por el proyecto mercantil de razón utilitarista perteneciente a la misma época.

Una segunda grieta es la causada por el amor de la modernidad hacia la velocidad, ya Berman al comentar el Fausto, en particular su segunda parte, en la que el protagonista sufre la metamorfosis del desarrollismo nos decía: “El párrafo de las seis yeguas- refiriéndose a una cita anterior del libro de Goethe- sugiere que la mercancía más valiosa, desde el punto de vista de Mefisto, es la velocidad. Ante todo la velocidad tiene sus aplicaciones.” (Berman, 1991: P. 41) Ítalo Calvino en sus propuestas para el próximo milenio nos hablaba de la rapidez como marca de nuestra época, y basta sólo con remitirnos al delirio con el que Marinetti habla del automóvil y la locomotora en el manifiesto futurista, para darnos cuenta del romance de esta ultra-modernidad con la rapidez.

Esta filia por la velocidad nos ha transformado en una sociedad en la que las permanencias y los vínculos estables, son vistos con denuedo. En la actualidad nada permanece, todo llega y se diluye de manera inmediata; esta es seguramente la razón por la cual el sociólogo polaco Zygmunt Bauman ha encontrado en la metáfora de lo líquido una radiografía de nuestro tiempo; esta, tal vez sea, de igual manera, la situación que llevó al filósofo alemán Peter Sloterdijk a plantear, la metáfora harto sugestiva, de la espuma, queriendo describir con este tropo, al mundo actual como un agregado de múltiples celdillas, frágiles, desiguales, aisladas y permeables pero sin comunicación efectiva. La imagen de la esfera como imaginario del mundo y de la existencia, que nos ha acompañado en occidente desde los pitagóricos, pasando por el neoplatonismo y que hizo exclamar, en trance de mística lucidez, a pseudo Dioniso el areopagita que la divinidad era una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, dio paso a la fragilidad y a la ausencia de centro, como condiciones sociológicas del mundo actual. Metáforas- la del polaco y la del germano- complementarias, toda vez que la espuma mantiene su estabilidad por liquidez.

La siguiente grieta es más bien una bifurcación de la anterior, en realidad el mascarón de proa se encuentra tan agrietado que posee una topología rizomática, por utilizar una expresión de Deleuze. Esta velocidad de la que venimos hablando y que caracteriza lo actual tiene como una de sus principales consecuencias la sociedad de consumo. Como bien nos lo explica Bauman el consumo por parte de los humanos no es nuevo, lo que es nuevo es que “la política de la vida tiende a ser configurada a imagen y semejanza de los medios y de los objetos de consumo y siguiendo las líneas implícitas en ese síndrome consumista.” (Bauman, 2005: P. 112) Es precisamente el consumo como síndrome lo que es diferente, por esto la vida útil de los objetos es cada vez más corta, experimentamos un mórbido placer en el desechar, nunca como ahora ha sido más cierto aquello de que tempus fugit; la fugacidad es el alma de nuestros objetos y es allí donde la velocidad se encuentra con el consumo, en el hecho de que “el síndrome consumista exalta la rapidez, el exceso y el desperdicio” (IBID: P. 113) Ante el vacío dejado en el ser humano por el resquebrajamiento de los meta-relatos el hombre salió raudo a consumir con desenfreno, en las nuevas catedrales de la actualidad: los centros comerciales.

Otra grieta, y esta seguramente sea la más inquietante, es la crisis del individuo moderno tal cual lo heredamos de Kant y de Freud. El sujeto de la razón crítica del filósofo de Königsberg y el sujeto neurótico del médico austriaco, son unos de los restos más importantes a tener en cuenta en nuestro inventario, toda vez, que al mutar el sujeto humano, hemos de suponer que mute todo aquello que tiene relación con él. Con el hombre moderno ha sucedido lo que con el proyecto cultural de dicha época, fue absorbido por el sujeto mercantil capitalista. Nuestro individuo actual sólo encuentra equilibrio psíquico en el frenesí del consumo, se ha convertido a una fe híper-individualista, su credo es primero yo, segundo yo, tercero yo y si sobra también para mí. En esto, de igual manera encontramos algo diferente; “la gran novedad sería la reducción de las mentes. Cómo si el pleno desarrollo de la razón instrumental, permitido por el capitalismo, se saldara a costa de un déficit de la razón pura.” (Dufour, 2007: P. 16)

El nuevo hombre de la “posmodernidad”, es el sujeto de la desestructuración simbólica como lo plantea Lluís Duch, esta situación ha hecho de nosotros una sociedad terapéutica, cada día que pasa las patologías psíquicas son cada vez más comunes en el grueso de la población, al punto de ser consideradas una pandemia en algunas zonas del globo. La desarticulación de nuestras estructuras simbólicas obedece a un nuevo régimen de intercambio comercial. El neoliberalismo opera constantes ejercicios de vaciamiento de significaciones y resemantizaciones en las matrices culturales con el fin de convertirnos a nosotros mismos en objetos de consumo. De esta manera se ha procedido a la ultra-reificación del humano; “¡comamos al hombre, sabe bien!”, gritaban eufóricos los surrealistas, sin sospechar cuan proféticas serían sus palabras. Hoy en día existen nuevas formas de habitar en el consumo y en la actualidad se la ha dado una nueva jerarquía a los objetos, al punto de definir nuestra existencia por medio de los mismos, por tanto, “lo que se requiere hoy es un sujeto precario, acrítico y psicotizante… un sujeto abierto… a seguir todas las ramificaciones comerciales” (IBID: Pp. 28-29) Tenemos entonces, que si el fausto fue la imagen de hombre moderno; Narciso, lo será del posmoderno, al menos si Gilles Lipovetsky tiene razón.

De esta forma hemos llegado a la última grieta, arribamos al sujeto narcisista posmoderno. Cabría sospechar lo que el lector atento puede pensar en este punto: “- Pero si el narciso de Lipovetsky, más que una grieta es una consecuencia de la crisis del hombre moderno.” Y en ello le asiste razón. No obstante sucede que este sujeto posmoderno también tiene sus bemoles y aquí pretendemos poner el acento en una característica de su perfil que pensamos sí, constituye una grieta en la modernidad. Este sujeto, consumidor omnívoro, que a fuerza de practicar un onanismo psíquico ha perdido la posibilidad de sorprenderse frente a lo humano y cuyo asombro es meramente un espasmo epidérmico frente al objeto nuevo; es una suerte de vacío ambulante, la vacuidad es su sigo y su estrategia, incluso en sus afectos. La “imposibilidad de sentir, vacío emotivo, aquí la desubstancialización ha llegado a su término, explicitando la verdad del proceso narcisista, como estrategia del vacío.” (Lipovetsky, 2000: P.76) Esto lo ha convertido en un ser que sufre de bulimia metafísica y así, como por arte de encanto, el narciso se vuelca a devorar de manera incontrolada cantidades pantagruélicas, por su variedad, de toda suerte de neomisticismos y practicas trascendentales, olvidando su tradición occidental y sin atender siquiera al origen de estas prácticas, la idea es buscar a toda costa su realización personal en el exterior de sí mismo, ya que no es capaz de emprender la ardua tarea de asumir la mayoría de edad kantiana. Esta particularidad del hombre actual constituye, a nuestro juicio, una enorme ruptura con respecto al desencanto de lo sagrado propio del individuo moderno. Habíamos aprendido a vivir sin dioses y ante el fracaso de algunos ideales modernos, que no de todos, el “hombre nuevo” emprende atemorizado una cruzada en busca del grial perdido que, en su afán, piensa encontrar en otras latitudes que no sean las occidentales. El sujeto “psi”, como lo llama el filósofo francés, no constituye tan siquiera un retroceso al cristianismo, al fin y al cabo la religión inventada en occidente, por el contrario huye avergonzado de su herencia a refugiarse en otras manifestaciones rituales. Lo que pretendemos decir, en conclusión, es que uno de los más preciados bienes de consumo, en la actualidad, es la conciencia.

Hemos hecho hasta aquí un breve inventario, de una época que algunos consideran ha naufragado, es un inventario breve, sólo el listado de algunas grietas en las tres naves de la modernidad, otros podrán ampliarlo, modificarlo, rehacerlo; en últimas lo único cierto con respecto de los inventarios, es que su tamaño y profundidad se encuentran en las retinas del almacenista. Existe un comentario de Descartes durante su estancia en Amsterdam en 1631 que podría ser perfectamente una descripción de nuestros tiempos actuales: “En esta gran ciudad en la que estoy, no hay ningún hombre, exceptuándome a mí, que no ejerza la mercancía; cada uno está hasta tal punto atento a su propio provecho que podría estarme aquí toda la vida sin que nadie perciba mi existencia…” (Citado por Dufour, 2007: P. 232) Es imposible no preguntarnos por la reacción del filósofo, al ver, en la actualidad, también  al hombre convertido en mercancía de sí mismo.

Epílogo:
Posiblemente el óleo más famoso del pintor romántico francés Théodore Géricault, sea “La balsa de Medusa”. En él vemos una barca que se mece en medio del fragor del mar, parece construida por sus navegantes de los restos de un gran naufragio, en ella van más o menos una veintena de personas, algunas de ellas ya muertas y todas a la deriva, harapientas, con hambre y seguramente deshidratadas. Si bien el desespero es la nota que prevalece, dos de ellos baten, esperanzados, algunas ropas al horizonte infinito y solitario. Detrás de todo aquel caos hay un hombre que llama poderosamente la atención, está sentado en gesto de pensativa melancolía, no se le nota desesperado, más bien refleja mesura y a pesar de estar absorto en sus cavilaciones, con su brazo izquierdo sostiene con desapego y firmeza, al tiempo, un cadáver; aunque se encuentra en una abstracción resignada, no parece dispuesto a entregar el cuerpo que sostiene a las fauces del océano, por lo menos no antes de terminar sus cavilaciones. Esta obra la realizó el pintor cuando contaba, apenas con 27 años y se inspiró en el verdadero naufragio de la fragata francesa “Medusa”, que encalló en las costas mauritanas en julio de 1816, de sus 147 pasajeros sobrevivieron sólo 15 que tardaron dos semanas en ser rescatados y durante las cuales padecieron la desesperanza, el canibalismo y la locura.
Parece que el joven Géricault, sin saberlo, ni sospecharlo, pinto una gran metáfora de nuestra actualidad, al menos esto cree quien estas líneas pergeña. Allí estamos, navegando en los restos del gran naufragio de la modernidad, en medio de la desesperanza generalizada algunos han cedido al canibalismo y se dedican a consumirse y consumir, se entregan al placer no deseado. A otros la desesperanza los ha devorado y se dedican a ejercitar las diversas formas del abandono y finalmente, otros han cedido a la locura, baten sus esperanzas frente a horizontes de misticismos que venden paraísos inexistentes y afortunadamente inalcanzables. ¿Qué nos queda entonces? Pues la mesurada crispación de aquel modesto naufrago que no ha condescendido con ninguna de las otras actitudes, mira hacia atrás y con su brazo derecho sostiene su cabeza mientras piensa y no está dispuesto a entregar los restos del hombre que sostiene con su brazo izquierdo, a menos que este seguro de que es necesario.
Que el proyecto de la modernidad naufragó; está bien. Que los meta-relatos que articulaban la existencia del hombre de la modernidad, se han mostrado improcedentes dentro del sistema económico que adoptamos; está bien. Que los mitos de la edad moderna fracasaron; está bien, más aún, dicho fracaso nos ha brindado nuevas maneras de ver nuestro planeta y nuestros vecinos, como bien lo ha mostrado Fernando Cruz kronfly en “La tierra que atardece”. Pero lo que no está bien es que se nos dice “que el hombre blanco ha sido una lepra sobre la faz de la tierra, que su civilización es una impostura monstruosa… se nos dice, con acentos de histeria punitiva, que nuestra cultura está condenada.” (Steiner, 1976: P. 56) Lo que no está bien es, que como dijera Jung al referirse a la desvinculación con la cultura occidental, pretendamos cortar la rama en la cual estamos parados. Por el contrario es momento de encarar con firmeza nuestra situación, es momento de “volver con entereza los ojos a Kant para esgrimir la idea de la mayoría de edad y saber vivir no sólo sin los dioses sino incluso sin la esperanza, sin el sentido, sin el fundamento y sin la razón dictatorial” (Cruz Kronfly, 1999) Es momento de comenzar a hacer los inventarios de nuestro naufragio y mirar las posibilidades de nuestra destrucción.
Cartago, septiembre 23 del año 2010 de nuestro naufragio.




[1] Nótese que cuando se habla de sujeto,  lo hacemos en su sentido filosófico y no hablamos de individuo en su sentido sociológico o empírico, esto con el fin de mostrar al lector el contrapunto entre el sujeto medieval y el individuo de la modernidad.