LOS
INVENTARIOS DEL NAUFRAGIO.
Por:
Cristian Cárdenas Berrío.
“No
es poca cosa ser capaz de contemplar las posibilidades de la propia destrucción
para poder llevar adelante la controversia con lo desconocido” George
Steiner.
Toda conquista es, al mismo tiempo, el inventario de una
gran nostalgia. Tal vez por esta razón los naufragios de las grandes armadas
poseen la inminencia poética de algunos atardeceres. Para algunos autores el
proyecto de la modernidad ha naufragado, para otros está en su atardecer y para
algunos, como Chesterton, la diferencia entre el mundo antiguo y la modernidad,
radica en que en la antigüedad se peleaba contra dragones y en la modernidad
contra microbios.
Pero si aspiramos a comprender, de alguna manera, las
arquitecturas de nuestro naufragio es necesario que ubiquemos conceptualmente
la idea de modernidad. “La idea de ‘moderno’ se afianza, como es sabido, en la
polémica francesa entre los ‘anciens’ y los ‘modernes’, a finales del siglo
XVII” (Melo, 1998: P. 225) y parece que esta polémica fue uno de los motores
del mito del progreso, tan caro a la modernidad.
A pesar de que la anterior afirmación del profesor
Orlando Melo es del todo cierta, ya que es en la dialéctica que existe entre lo
antiguo-conservador y lo moderno-liberal en donde se afianza el proyecto
modernizador, es necesario que retrocedamos algo más en nuestra historia
occidental para encontrar el germen de la modernidad. Como sabemos, el
renacimiento constituye una ruptura con respecto a la cosmovisión feudal-medieval
durante la cual primaba una perspectiva teocéntrica del mundo, así como una
orientación comunitaria de todas las relaciones humanas. Esto hacía que se
viviera en un estado de encantamiento; consistente, por un lado, en la
preeminencia de una explicación supra-humana para dotar de sentido todo lo que
rodeaba al sujeto medieval y por otro lado, la noción de comunidad, propia de
un discurso eclesial que aspira a ser católico en el sentido etimológico de la
expresión, que no permitía el ejercicio de razones subjetivas individuales que
amenazaran tal concepto de común-unidad.
Como decíamos, el renacimiento va a romper con esta
dinámica imponiendo frente al teocentrismo, el antropocentrismo y frente a la
noción de comunidad, la de sociedad; esto hace que aparezca en escena un nuevo
sujeto, el burgués, que se encuentra mediado por una racionalidad subjetiva y
monetaria. Por lo tanto, las antiguas ideas de nobleza de sangre, de bien común
y si se quiere, hasta del concepto de docta ignorancia que había acuñado la
iglesia católica, comienzan a hacer aguas en favor de una nueva clase social, a
la cual no le preocupan, ni le ocupan, las formas conservadoras de habitar el
mundo. “El empresario burgués- nos dirá Von Martin- a diferencia del noble,
pero también del labriego y del menestral de carácter medieval, es calculador,
piensa racional y no tradicionalmente” (Von Martin, 1968: P. 23) Emerge
entonces un nuevo individuo cuya profesión, para utilizar la expresión de
Weber, es lucrar, y él, se hará responsable del nuevo mundo que está naciendo,
haciendo uso de su razón, sobre todo de la mercantil.
Dentro de todos los cambios que se dan dentro de esta
nueva dinámica existen dos que requieren de nuestra atención, sobre todo para
los fines que este escrito se propone. El primero tiene que ver con la manera
de ser, actuar y habitar esta nueva sociedad creada por los burgueses. Al
contrario del mundo tradicional medieval, “El mundo burgués, visto en la
perspectiva de la polis, con su simple realismo calculador, es un mundo ‘desencantado’,
en cuyo mecanismo la mentalidad liberal del individuo trata de intervenir lo
más metódicamente posible, cada vez más desvinculado de su pasado y cada vez
más consciente de sus propias fuerzas.” (IBID: P. 14) Lo que aquí nos interesa
sobremanera es la palabra, desencantado,
usada por el sociólogo alemán para referirse al mundo burgués. Como se había
planteado, el Medioevo era por definición un tiempo encantado, en la medida en
que el ser humano encontraba explicación y consuelo en la idea de la divinidad,
cuya huella encontraba en la totalidad de la creación. Pues bien, el individuo
de la modernidad es un hombre desencantado, que sólo posee su razón y voluntad
para enfrentarse al mundo y a sus imágenes, sin dioses; como plantea Marcel
Gauchet en “El desencantamiento del mundo”: “Desde ahora, estamos condenados a
vivir desnudos y en la angustia, situación de la que, en mayor o menor medida,
habíamos sido preservados desde el comienzo de la aventura humana por la gracia
de los dioses” (Citado por Dufour, 2007: P. 11)
El segundo tiene que ver con la aparición del individuo
tal cual lo concebimos, hasta el siglo pasado. La noción de comunidad,
mencionada arriba, imponía una dinámica en las relaciones humanas de la edad
media que hacía que el deseo de estar sólo se viera como un signo de
promiscuidad, demencia o posesión demoniaca. Esta visión del sujeto[1]
medieval procede de la concepción católica de la Koiné griega, originaria del
cristianismo primitivo, en el cual, se concebía a la comunidad de los fieles
como una suerte de útero tibio donde todos velaban por todos y conocían todo de
todos, es decir, que en estas comunidades cristianas no existía el concepto de
intimidad o vida privada, propio de la modernidad. Dicha concepción, con un
poco de más elaboración, imperaba aún en el siglo XII.
A pesar del panorama anterior, durante los siglos XI –
XIII se comienza a gestar al interior de la sociedad europea un anhelo de
individualidad, el historiador francés George Duby nos hablará de manera lúcida
sobre la emergencia del individuo en estos siglos, proponiéndonos como puntos
de fuga las figuras del anacoreta y el caballero andante, modelos, ambos, del
proceso de individuación que se estaba desarrollando, toda vez que el anacoreta
en su retiro místico en el bosque o el desierto y el caballero en su empeño de
alcanzar renombre personal por medio de su solitario camino de aventuras,
constituyen un primer atisbo del hombre moderno que se hace así mismo. Este
camino de acercamiento del sujeto al individuo lo podemos ver de manera
especial en las expresiones literarias. Durante los siglos aquí reseñados,
tenemos tres elementos del panorama de las letras bastante llamativos y que nos
dan la medida del momento que se vivía en aquella Europa.
En primer lugar tenemos la desaparición paulatina de
aquello que Arnold Hauser denominó, “materia épica”, es decir, las narraciones
que se transmitían de manera oral por los goliardos, juglares y cantores
medievales y que pertenecían a la totalidad de la comunidad. En contraposición
a esto vemos cómo algunos poetas comienzan a interesarse por el problema de la
autoría. Allí está el Dante firmando su “Vita Nuova”, allí el clérigo Gonzalo
de Berceo publicando “Milagros de Nuestra Señora” bajo la rúbrica de su nombre,
allí el abuelo de Eleanor de Aquitania, Guillame de Poitiers escribiendo sus
poemas de amor y plasmando en el final de tales escritos su firma. Un segundo
aspecto es la eclosión del género autobiográfico que se puede rastrear desde
Agustín de Hipona, hasta Abelardo y el francés Guibert de Noguet. Finalmente
encontramos el auge de la novela hagiográfica y las novelas de caballería como
modelos a imitar de las virtudes individuales, de esas dos grandes figuras,
el santo y el caballero.
Esta aparición del concepto de individuo encontrará su
máxima expresión en el renacimiento - época en la cual se expide el acta de
nacimiento de la modernidad - con los personajes de Shakespeare. En su
tragedias sorprendemos al sujeto transformado en individuo y por tanto en
interlocutor de sí mismo, obsérvese a Hamlet en la escena once del segundo acto
monologando sin quien le escuchen así sea por accidente. Sobre esta
característica shakesperiana Harold Blomm nos dirá:
Se nos muestra a Alys y al Bulero
oyéndose a sí mismos por casualidad y abandono, respectivamente, el universo
del juego y del engaño a causa de haberse oído por casualidad. Astutamente
Shakespeare captó la idea, y desde Falstaff en adelante aplicó el efecto de ese
escucharse casualmente a uno mismo, a todos sus grandes personajes, y
particularmente a su capacidad de cambio. (Bloom, 2005: P. 58)
Los personajes del bardo de Avon se nos
mostrarán como modernos en la medida que poseen capacidad de cambio, es decir,
de asumir su destino como expresión de su ser individual. Este es precisamente,
el segundo aspecto importante, además de la visión desencantada del mundo, la
aparición no sólo de un nuevo ser humano burgués cuya clase social asuma como
propio el proyecto de la modernidad, sino ante todo y fundamentalmente de la
transformación del sujeto en individuo dueño de su destino y por tanto
responsable ante sí mismo de sus acciones. Esta situación junto con “la reforma
y la contrarreforma cierran… el primer preludio de la época moderna que será
continuada por la cultura de la ilustración.” (Op. Cit. Von Martin, 1976: P.
132)
Será en el siglo de las luces cuando el
individuo de la modernidad adquiera los contornos, que hasta hace poco según
parece, le acompañaban. Por una parte tendremos el impulso de la filosofía
Kantiana que va a declarar nuestra mayoría de edad y dará a luz al hombre guiado
de manera exclusiva por el faro de su razón. La enciclopedia francesa terminará
de curarnos de espantos y gripes metafísicas y el romanticismo alemán con su
pasión por realizar el ideal subjetivo del hombre, nos dará en sus obras un
espejo en donde mirarnos con plácida inquietud. La época moderna será, al decir
de Berman, una época fáustica, toda vez que “El Fausto de Goethe… abre nuevas
dimensiones a la moderna conciencia de sí mismo que emerge y que el mito del
Fausto siempre ha explorado” (Berman, 1991: P. 29) en cuanto que esta obra es
“la primera tragedia del desarrollo”. En adelante nos leeremos en el personaje
del Dr. Fausto y tal vez, porque no, en el “Caminante en la niebla” de Caspar
David Friedrich.
Pero, en el XIX, llegará quien nos lea.
Charles Baudelaire en sus ensayos mostrará cuan contradictoria es la edad
moderna, diseccionará al hombre de este siglo y hurgará los intersticios del
alma de la modernidad. Mucha razón le asistía a Bandeville al afirmar que
“Cuanto más seriamente se ocupa la cultura occidental de la cuestión de la
modernidad, más apreciamos la originalidad de Baudelaire y su valor como profeta
y pionero” (IBID: P. 130) Este poeta parisino, además de ser el primer
cartógrafo de los contornos del individuo fáustico, fijará, proponiéndoselo o
no, el programa y devenir de gran parte del arte hasta la vanguardia, con su
texto, “El pintor de la vida moderna”.
Llegados a este punto y después de tratar de
dilucidar el trayecto modernista, si se nos permite parafrasear la expresión de
Gilbert Durand, es decir, aquello que va del sujeto medieval teocéntrico al
individuo desencantado racional, es necesario plantear de manera explícita los
fundamentos de le edad moderna, así como los “mitos” a los que dieron lugar. Esto es fundamental ya que requerimos
identificar de manera clara por dónde comenzar el inventario de nuestro
naufragio, ya sea para observar lo irreparable o para recuperar lo necesario.
En el texto arriba citado de Jorge Orlando
Melo, este historiador antioqueño propone tres revoluciones o programas sobre
los que se funda la modernidad; división que tomaremos en estas líneas. La
primera es una revolución económica que como ya se planteó fue impulsada por
los burgueses que impusieron una economía de mercado de tipo racional. La
segunda es una revolución política que se dio en la medida que la nobleza de
sangre como carta de presentación fue reemplazada por virtudes personales en
los negocios o en los estudios; esto hizo que la nobleza con su sistema
político de monarquías diera paso a las repúblicas liberales y a estados
democráticos basados en el derecho. La tercera revolución fue cultural; el
programa de la ilustración y la revolución francesa llevó a la laicización de
la sociedad, lo cual tuvo como resultado la aparición de un sistema escolar
emancipado de la iglesia, la brecha entre alfabetos y analfabetos se fue
haciendo cada vez más estrecha y la aparición de la industria cultural de la
imprenta democratizó el conocimiento, haciendo que los laicos pudieran acceder
al mismo sin tener que pasar por el tamiz teológico. Los anteriores programas
dan lugar a los tres grandes mitos que articulan la modernidad; el mito de la
razón, lámpara única que rige lo humano, el mito del progreso, ya que al ser
guiados por la razón el único camino posible y lógico es el del avance material
y moral, y el mito de una historia que sería la encargada de contar las hazañas
y el avance del género humano; historia, que como es apenas obvio, era la
historia occidental.
Así, con este proyecto en mente, nos hicimos
a la mar en las naves del progreso, de la historia y de la razón, en busca de
la tierra que nadie nos había prometido, pletóricos de gozo pusimos la
esperanza en los nuevos meta-relatos que articulaban nuestra existencia y nos
hacían el ofrecimiento de ponernos sanos y salvos en la nueva tierra del
futuro. No obstante, a comienzos del siglo pasado vimos, no sin asombro, que
nuestras naves empezaban a agrietarse. En principio fue por algún acaso, luego
con las guerras mundiales llegaría el acoso y finalmente en la segunda mitad de
siglo comprendimos, horrorizados algunos, que probablemente estábamos
asistiendo al ocaso de la modernidad.
Las grietas en las naves son de diferente
calibre, profundidad y extensión. Nombraremos algunas como ejercicio de
caracterización de nuestra época actual.
La primera de ellas y tal vez la fundamental, en la medida que parece que en
ella se encuentra la génesis del naufragio, la constituye el hecho de que
paulatinamente, durante el principio y sin ningún empacho en los días que
corren, todo lo humano parece supeditarse a los intereses del proyecto
mercantil del capitalismo burgués. El mismo proyecto ilustrado que propuso como
eje de nuestra existencia el conocimiento, que abrió las escuelas a la
totalidad de la población, que puso los productos de la cultura al alcance de
todos y que quiso que nuestras relaciones sociales se basaran en los conceptos
de libertad, igualdad, solidaridad, dignidad, tolerancia… cuando menos lo
sospechó se vio dentro del torbellino de la mercadotecnia, cuyo lema es que el
cliente siempre tiene la razón. De esta manera hasta los pensadores y
escritores de moda se han convertido en una suerte de modelos ilustradas- en
las ocasiones que ilustrados son- que saltan de la presentación del libro, al
coctel, de allí a la cena, más adelante a la sesión de fotos y finalmente a la
tertulia del conventillo literario del lugar donde se encuentran. Tenemos como
resultado que el proyecto cultural de la modernidad fue absorbido por el
proyecto mercantil de razón utilitarista perteneciente a la misma época.
Una segunda grieta es la causada por el amor
de la modernidad hacia la velocidad, ya Berman al comentar el Fausto, en
particular su segunda parte, en la que el protagonista sufre la metamorfosis
del desarrollismo nos decía: “El párrafo de las seis yeguas- refiriéndose a una
cita anterior del libro de Goethe- sugiere que la mercancía más valiosa, desde
el punto de vista de Mefisto, es la velocidad. Ante todo la velocidad tiene sus
aplicaciones.” (Berman, 1991: P. 41) Ítalo Calvino en sus propuestas para el
próximo milenio nos hablaba de la rapidez como marca de nuestra época, y basta
sólo con remitirnos al delirio con el que Marinetti habla del automóvil y la
locomotora en el manifiesto futurista, para darnos cuenta del romance de esta
ultra-modernidad con la rapidez.
Esta filia por la velocidad nos ha transformado
en una sociedad en la que las permanencias y los vínculos estables, son vistos
con denuedo. En la actualidad nada permanece, todo llega y se diluye de manera
inmediata; esta es seguramente la razón por la cual el sociólogo polaco Zygmunt
Bauman ha encontrado en la metáfora de lo líquido una radiografía de nuestro
tiempo; esta, tal vez sea, de igual manera, la situación que llevó al filósofo
alemán Peter Sloterdijk a plantear, la metáfora harto sugestiva, de la espuma,
queriendo describir con este tropo, al mundo actual como un agregado de múltiples celdillas, frágiles,
desiguales, aisladas y permeables pero sin comunicación efectiva. La imagen de
la esfera como imaginario del mundo y de la existencia, que nos ha acompañado
en occidente desde los pitagóricos, pasando por el neoplatonismo y que hizo
exclamar, en trance de mística lucidez, a pseudo Dioniso el areopagita que la
divinidad era una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en
ninguna, dio paso a la fragilidad y a la ausencia de centro, como condiciones
sociológicas del mundo actual. Metáforas- la del polaco y la del germano- complementarias,
toda vez que la espuma mantiene su estabilidad por liquidez.
La siguiente grieta
es más bien una bifurcación de la anterior, en realidad el mascarón de proa se
encuentra tan agrietado que posee una topología rizomática, por utilizar una
expresión de Deleuze. Esta velocidad de la que venimos hablando y que
caracteriza lo actual tiene como una de sus principales consecuencias la
sociedad de consumo. Como bien nos lo explica Bauman el consumo por parte de
los humanos no es nuevo, lo que es nuevo es que “la política de la vida tiende
a ser configurada a imagen y semejanza de los medios y de los objetos de
consumo y siguiendo las líneas implícitas en ese síndrome consumista.” (Bauman, 2005: P. 112) Es precisamente el
consumo como síndrome lo que es diferente, por esto la vida útil de los objetos
es cada vez más corta, experimentamos un mórbido placer en el desechar, nunca
como ahora ha sido más cierto aquello de que tempus fugit; la fugacidad es el alma de nuestros objetos y es allí
donde la velocidad se encuentra con el consumo, en el hecho de que “el síndrome
consumista exalta la rapidez, el exceso y el desperdicio” (IBID: P. 113) Ante
el vacío dejado en el ser humano por el resquebrajamiento de los meta-relatos
el hombre salió raudo a consumir con desenfreno, en las nuevas catedrales de la
actualidad: los centros comerciales.
Otra grieta, y esta seguramente sea la más
inquietante, es la crisis del individuo moderno tal cual lo heredamos de Kant y
de Freud. El sujeto de la razón crítica del filósofo de Königsberg y el sujeto
neurótico del médico austriaco, son unos de los restos más importantes a tener
en cuenta en nuestro inventario, toda vez, que al mutar el sujeto humano, hemos
de suponer que mute todo aquello que tiene relación con él. Con el hombre
moderno ha sucedido lo que con el proyecto cultural de dicha época, fue
absorbido por el sujeto mercantil capitalista. Nuestro individuo actual sólo
encuentra equilibrio psíquico en el frenesí del consumo, se ha convertido a una
fe híper-individualista, su credo es primero yo, segundo yo, tercero yo y si
sobra también para mí. En esto, de igual manera encontramos algo diferente; “la
gran novedad sería la reducción de las mentes. Cómo si el pleno desarrollo de
la razón instrumental, permitido por el capitalismo, se saldara a costa de un
déficit de la razón pura.” (Dufour, 2007: P. 16)
El nuevo hombre de la “posmodernidad”, es el
sujeto de la desestructuración simbólica como lo plantea Lluís Duch, esta
situación ha hecho de nosotros una sociedad terapéutica, cada día que pasa las
patologías psíquicas son cada vez más comunes en el grueso de la población, al
punto de ser consideradas una pandemia en algunas zonas del globo. La
desarticulación de nuestras estructuras simbólicas obedece a un nuevo régimen
de intercambio comercial. El neoliberalismo opera constantes ejercicios de
vaciamiento de significaciones y resemantizaciones en las matrices culturales
con el fin de convertirnos a nosotros mismos en objetos de consumo. De esta
manera se ha procedido a la ultra-reificación del humano; “¡comamos al hombre,
sabe bien!”, gritaban eufóricos los surrealistas, sin sospechar cuan proféticas
serían sus palabras. Hoy en día existen nuevas formas de habitar en el consumo
y en la actualidad se la ha dado una nueva jerarquía a los objetos, al punto de
definir nuestra existencia por medio de los mismos, por tanto, “lo que se
requiere hoy es un sujeto precario, acrítico y psicotizante… un sujeto abierto…
a seguir todas las ramificaciones comerciales” (IBID: Pp. 28-29) Tenemos
entonces, que si el fausto fue la imagen de hombre moderno; Narciso, lo será
del posmoderno, al menos si Gilles Lipovetsky tiene razón.
De esta forma hemos llegado a la última
grieta, arribamos al sujeto narcisista posmoderno. Cabría sospechar lo que el
lector atento puede pensar en este punto: “- Pero si el narciso de Lipovetsky,
más que una grieta es una consecuencia de la crisis del hombre moderno.” Y en ello
le asiste razón. No obstante sucede que este sujeto posmoderno también tiene
sus bemoles y aquí pretendemos poner el acento en una característica de su
perfil que pensamos sí, constituye una grieta en la modernidad. Este sujeto,
consumidor omnívoro, que a fuerza de practicar un onanismo psíquico ha perdido
la posibilidad de sorprenderse frente a lo humano y cuyo asombro es meramente
un espasmo epidérmico frente al objeto nuevo; es una suerte de vacío ambulante,
la vacuidad es su sigo y su estrategia, incluso en sus afectos. La
“imposibilidad de sentir, vacío emotivo, aquí la desubstancialización ha
llegado a su término, explicitando la verdad del proceso narcisista, como
estrategia del vacío.” (Lipovetsky, 2000: P.76) Esto lo ha convertido en un ser
que sufre de bulimia metafísica y así, como por arte de encanto, el narciso se
vuelca a devorar de manera incontrolada cantidades pantagruélicas, por su
variedad, de toda suerte de neomisticismos y practicas trascendentales,
olvidando su tradición occidental y sin atender siquiera al origen de estas
prácticas, la idea es buscar a toda costa su realización personal en el
exterior de sí mismo, ya que no es capaz de emprender la ardua tarea de asumir
la mayoría de edad kantiana. Esta particularidad del hombre actual constituye,
a nuestro juicio, una enorme ruptura con respecto al desencanto de lo sagrado
propio del individuo moderno. Habíamos aprendido a vivir sin dioses y ante el
fracaso de algunos ideales modernos, que no de todos, el “hombre nuevo”
emprende atemorizado una cruzada en busca del grial perdido que, en su afán,
piensa encontrar en otras latitudes que no sean las occidentales. El sujeto
“psi”, como lo llama el filósofo francés, no constituye tan siquiera un
retroceso al cristianismo, al fin y al cabo la religión inventada en occidente,
por el contrario huye avergonzado de su herencia a refugiarse en otras
manifestaciones rituales. Lo que pretendemos decir, en conclusión, es que uno
de los más preciados bienes de consumo, en la actualidad, es la conciencia.
Hemos hecho hasta aquí un breve inventario, de una época
que algunos consideran ha naufragado, es un inventario breve, sólo el listado
de algunas grietas en las tres naves de la modernidad, otros podrán ampliarlo,
modificarlo, rehacerlo; en últimas lo único cierto con respecto de los
inventarios, es que su tamaño y profundidad se encuentran en las retinas del
almacenista. Existe un comentario de Descartes durante su estancia en Amsterdam
en 1631 que podría ser perfectamente una descripción de nuestros tiempos
actuales: “En esta gran ciudad en la que estoy, no hay ningún hombre,
exceptuándome a mí, que no ejerza la mercancía; cada uno está hasta tal punto
atento a su propio provecho que podría estarme aquí toda la vida sin que nadie
perciba mi existencia…” (Citado por Dufour, 2007: P. 232) Es imposible no
preguntarnos por la reacción del filósofo, al ver, en la actualidad, también al hombre convertido en mercancía de sí mismo.
Epílogo:
Posiblemente el óleo más famoso del pintor romántico
francés Théodore Géricault, sea “La balsa de Medusa”. En él vemos una
barca que se mece en medio del fragor del mar, parece construida por sus
navegantes de los restos de un gran naufragio, en ella van más o menos una
veintena de personas, algunas de ellas ya muertas y todas a la deriva, harapientas,
con hambre y seguramente deshidratadas. Si bien el desespero es la nota que
prevalece, dos de ellos baten, esperanzados, algunas ropas al horizonte
infinito y solitario. Detrás de todo aquel caos hay un hombre que llama
poderosamente la atención, está sentado en gesto de pensativa melancolía, no se
le nota desesperado, más bien refleja mesura y a pesar de estar absorto en sus
cavilaciones, con su brazo izquierdo sostiene con desapego y firmeza, al
tiempo, un cadáver; aunque se encuentra en una abstracción resignada, no parece
dispuesto a entregar el cuerpo que sostiene a las fauces del océano, por lo
menos no antes de terminar sus cavilaciones. Esta obra la realizó el pintor
cuando contaba, apenas con 27 años y se inspiró en el verdadero naufragio de la
fragata francesa “Medusa”, que encalló en las costas mauritanas en julio de
1816, de sus 147 pasajeros sobrevivieron sólo 15 que tardaron dos semanas en
ser rescatados y durante las cuales padecieron la desesperanza, el canibalismo
y la locura.
Parece que el joven Géricault, sin saberlo,
ni sospecharlo, pinto una gran metáfora de nuestra actualidad, al menos esto
cree quien estas líneas pergeña. Allí estamos, navegando en los restos del gran
naufragio de la modernidad, en medio de la desesperanza generalizada algunos
han cedido al canibalismo y se dedican a consumirse y consumir, se entregan al placer
no deseado. A otros la desesperanza los ha devorado y se dedican a ejercitar
las diversas formas del abandono y finalmente, otros han cedido a la locura,
baten sus esperanzas frente a horizontes de misticismos que venden paraísos
inexistentes y afortunadamente inalcanzables. ¿Qué nos queda entonces? Pues la
mesurada crispación de aquel modesto naufrago que no ha condescendido con
ninguna de las otras actitudes, mira hacia atrás y con su brazo derecho
sostiene su cabeza mientras piensa y no está dispuesto a entregar los restos
del hombre que sostiene con su brazo izquierdo, a menos que este seguro de que
es necesario.
Que el proyecto de la modernidad naufragó;
está bien. Que los meta-relatos que articulaban la existencia del hombre de la
modernidad, se han mostrado improcedentes dentro del sistema económico que
adoptamos; está bien. Que los mitos de la edad moderna fracasaron; está bien,
más aún, dicho fracaso nos ha brindado nuevas maneras de ver nuestro planeta y
nuestros vecinos, como bien lo ha mostrado Fernando Cruz kronfly en “La tierra
que atardece”. Pero lo que no está bien es que se nos dice “que el hombre
blanco ha sido una lepra sobre la faz de la tierra, que su civilización es una
impostura monstruosa… se nos dice, con acentos de histeria punitiva, que
nuestra cultura está condenada.” (Steiner, 1976: P. 56) Lo que no está bien es,
que como dijera Jung al referirse a la desvinculación con la cultura occidental,
pretendamos cortar la rama en la cual estamos parados. Por el contrario es
momento de encarar con firmeza nuestra situación, es momento de “volver con
entereza los ojos a Kant para esgrimir la idea de la mayoría de edad y saber
vivir no sólo sin los dioses sino incluso sin la esperanza, sin el sentido, sin
el fundamento y sin la razón dictatorial” (Cruz Kronfly, 1999) Es momento de
comenzar a hacer los inventarios de nuestro naufragio y mirar las posibilidades
de nuestra destrucción.
Cartago, septiembre 23 del
año 2010 de nuestro naufragio.
[1] Nótese que cuando se habla de sujeto,
lo hacemos en su sentido filosófico y no hablamos de individuo en su
sentido sociológico o empírico, esto con el fin de mostrar al lector el
contrapunto entre el sujeto medieval y el individuo de la modernidad.